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TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXIV

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ex 32, 7-11. 13-14
2ª lectura: 1Tm  1,12-17
3ª lectura: Lc 15,1,32

Identificación de la imagen con la realidad. Condenación por parte de Dios. Intercesión de Moisés. Son las tres ideas fundamentales de la primera lectura. La forma de culto aquí denunciada consiste en la representación de Dios como un toro; tiene conexión con el culto cananeo de la fertilidad y fue adoptado  oficialmente en el  reino  del Norte  por  su  primer  rey  Jeroboán (1R 12,26-30). En la intención del rey y de su pueblo no es culto a un ídolo, sino al Dios que le libró de servidumbre en Egipto. Su representación bajo ese símbolo no pareció indigna en un principio; pero sí cuando los guías religiosos percibieron que por ese camino el yahvismo se transformaba en una modalidad del culto cananeo.

 

Dios informa a Moisés, que está en su presencia en el monte, de lo que el pueblo está haciendo:es una violación del mandamiento capital. Dios le revela el propósito de destruirlo y de crear otro pueblo que comience con él, con Moisés. Moisés responde intercediendo por ese pueblo que ha pecado. Razones: a) Es el mismo Dios el que lo ha creado, sacándolo de Egipto; b) es el mismo Dios  que  depositó  en  él  las  promesas  hechas a  los  patriarcas; c)  Moisés mismo no quiere disociarse de ese pueblo para ser principio de otro. Dios atiende la intercesión de Moisés por el pueblo pecador.

 

Esta tensión dialéctica entre el pensamiento de la elección y de la destrucción se halla escenificada en las tres parábolas de la misericordia (tercera lectura). El evangelio de hoy nos presenta las tres parábolas de la misericordia, las perlas de las parábolas. En ellas alcanza  su gran especialidad  Lucas, que es la misericordia, su punto culminante. Las intencionadamente aquí reunidas son las respuestas, bien elocuentes por cierto, a la crítica que los “devotos” hacían de Jesús por su compañía y amistad con los pecadores. Uno que frecuenta tales compañías, ¿qué clase de Mesías pretende ser? Queda necesariamente descalificado.

 

Y lo hacen de forma indirecta, como si Jesús argumentase de esta forma: ¿tenéis algo que reprochar a mi conducta? Pues sabed que ella refleja la de Dios mismo. Dios se conduce de la misma manera que yo. Por tanto, al excluirme a mí renunciáis al Dios verdadero. Este raciocinio adquiere aun mayor fuerza si tenemos en cuenta la afirmación hiperbólica del principio. El texto griego lo formula así: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y los pecadores...”. Nuestro texto ha suprimido el “todos” por dos razones: Una de tipo “histórico” : no se le acercaban “todos”, y otra de tipo “literario”: Lucas recurre con frecuencia al principio de la generalización cuando le interesa destacar algo verdaderamente importante.

 

En estas tres parábolas se manifiesta Jesús como el testigo excepcional del amor de Dios. Las tres tienen el mismo denominador común: la alegría que produce a Dios  la conversión de sus hijos. Omitimos hoy la perla entre las perlas, que es la parábola del hijo pródigo por dos razones: por la amplitud que necesariamente desbordaría los límites impuestos a este comentario por su misma naturaleza, y porque ya fue expuesta, con la brevedad y profundidad requeridas, el cuarto domingo de cuaresma del Ciclo C anterior.

 

Trataremos, de forma seguida,  las dos primeras: la “oveja perdida” y la “dracma perdida”. Ofrecen rasgos comunes y son estrictamente paralelas. Describen con gran viveza el deseo y la actitud de Dios frente a los pecadores, a los que acoge siempre con alegría. De este modo las dos parábolas  son la continuación  de la  que  conocemos como  la  del  “Médico  y  os enfermos” (Mc 2,16-17). El tema de la alegría es el leit motif o el denominador común  de todo el capítulo (Lc15, 6.7.9.10; a la parábola del hijo pródigo pertenecen los versículos 23. 24. 29. 32, que insisten en el mismo tema de la alegría).

 

Comenzamos por el desarrollo de la primera de las dos parábolas. No perdamos de vista que se trata de una parábola. Y la parábola no evita las incongruencias. ¿Nos extraña que un pastor abandone noventa y nueve ovejas por buscar una? ¿Es verosímil que, al llegar a casa, después de encontrar la extraviada, difunda la noticia a los cuatro vientos y se disponga a celebrarlo con toda solemnidad como si de un acontecimiento extraordinario se tratara? Estos detalles y otros, más o menos incongruentes, son necesarios para poner de relieve la lección principal de la parábola. Y el Parabolista recurre a ellos para ponerla en primer plano. Prescinde de su verosimilitud objetiva. No olvidemos que el Maestro, en las parábolas, expone el pensamiento divino con palabras y expresiones humanas. Pero si el pastor es Dios, si los vecinos y amigos son los ángeles, si la oveja perdida es una persona, ¿nos parecerán exageradas las manifestaciones de alegría ante el encuentro?.

 

El acento principal de la parábola recae sobre esa alegría que la conversión del pecador causa en el corazón de Dios. Esta alegría es comparada a la que proporcionan  en el cielo los noventa y nueve que no necesitan de penitencia. Y supera la primera a la segunda.  La parábola habla de Dios con acentuado aspecto antropomorfista. Describe sus relaciones  utilizando un patrón humano conocido. Siempre ha causado extrañeza esta comparación entre el pecador que se convierte y los justos que no necesitan de penitencia. ¿Es cierto que Dios se complace más en la conversión del pecador que en la perseverancia de los justos en el bien?. El interrogante exige una buena explicación.

 

La explicación más sencilla sería la siguiente: Jesús se referiría a los escribas y fariseos  que se consideraban justos, sin necesidad de penitencia. Y no había tal cosa. Entre todos ellos no proporcionaban en el cielo tanta alegría como un pecador convertido. Pero Jesús no trata en ella de aquella falsa santidad. En el momento oportuno les pondrá de manifiesto, les quitará la máscara de santidad con la que se presentaban en público para que aparezcan como son en su interior, “sepulcros blanqueados” (Mt 23,27).

 

La comparación se establece con los justos de verdad, con los verdaderamente fieles a Dios. Estos causan en el corazón de Dios una alegría íntima y habitual. Pero, cuando llega lo inesperado, cuando se encuentra lo extraviado, cuando se convierte el pecador, el corazón de Dios da un vuelco de alegría (en estos casos el antropomorfismo es inevitable). El pastor demuestra mayor solicitud por la oveja perdida y se alegra más al encontrarla que ante las noventa y nueve restantes. La madre experimenta mayor alegría ante la curación del hijo enfermo que ante la salud de los hijos sanos. Esto, sin embargo, no quiere decir que el pastor prefiera  la oveja perdida a las noventa y nueve del redil o que la madre ame más al  hijo enfermo que a los sanos.

 

La alegría que proporcionan a Dios los justos verdaderos no se mide en términos de comparación con la que le produce el pecador arrepentido. Son dos realidades diferentes. Esto mismo ocurre en el cielo, porque Dios no quiere la muerte  del  pecador,  sino que  se  convierta  de su  mal  camino  y  viva (Ez 18,23; 34,16). La parábola explica también el motivo de esta alegría por la conversión del pecador. También él pertenece a la gran familia de Dios. Como la oveja perdida sigue perteneciendo al rebaño. La conversión le vuelve a integrar en la sociedad de los justos, le devuelve todos sus derechos y privilegios. ¿No es un motivo suficiente de alegría?.

 

También en la parábola de la dracma  perdida el tema central es la alegría. Varían los rasgos secundarios. La escena se desarrolla en casa. La protagonista es una mujer que echa de menos una de las diez dracmas que tenía. No debemos buscar un simbolismo especial en el número 10. Como tampoco en el número 100  de la parábola anterior.  Las 100 ovejas son necesarias en la parábola, porque el pastor no podría vivir con 10, por ejemplo. Y las 10 dracmas son necesarias en la parábola, porque si aquella mujer hubiera tenido 100 no se hubiese alarmado tanto al  faltarle una. La dracma era una moneda de plata equivalente, en cuanto a su valor, poco más o menos, que el denario, que era el jornal que ganaba un obrero.

 

La mujer de la parábola comienza la búsqueda de la dracma encendiendo una lámpara. Todavía era de día. Pero las casas palestinenses del tiempo de Cristo tenían poca luz. La que entraba por una puerta baja  y por una ventana muy pequeña. Así lo han demostrado las ruinas romanas y bizantinas de Jerusalén, Jericó y Cafarnaún. Además, la lámpara encendida se convirtió en el símbolo obligado de una búsqueda diligente.

 

Una vez encontrada la dracma, se repiten las mismas exteriorizaciones incontenibles de alegría, que tienen una realidad únicamente parabólica. Quieren llevarnos al núcleo del mensaje. Dios quiere la salvación de lo perdido, porque le pertenece. Y, cuando lo halla, se alegra con esa alegría que podemos llamar soteriológica, la alegría del perdón. Esta alegría se produce en el cielo (v.7) o ante los ángeles de Dios (v.10). Tanto el cielo como los ángeles son utilizados como una locución del nombre de Dios. Por eso, en la forma original del v. 10 no aparecía el nombre de Dios. Decía simplemente: Tal os digo que será la alegría ante los ángeles...

 

En ambas parábolas se suponen siempre tres cosas: La venida de Jesús para “buscar” y “salvar”; la alegría y la conversión que es su causa.

 

Los sentimientos de Pablo a partir de la experiencia del encuentro con Cristo camino de Damasco son muy parecidos a los sentidos por el hijo pródigo cuando llegó a los brazos del Padre que le esperaba. Lucas lo escenifica más bellamente. Pablo lo narra más profundamente. He aquí las características  acentuadas por el primer y mejor teólogo de la Iglesia (segunda lectura).

 

Dios se fió de él; le entregó el Evangelio como experiencia y como tarea (v.11); le concedió el poder transformante del hombre impío en el misionero incansable; la metamorfosis experimentada estuvo animada por la infinita misericordia divina; le regaló una fotografía exacta de su personalidad: no tuvo en cuenta su anterior camino equivocado porque marchaba por él sin darse cuenta  de su error. Y el Apóstol  lo reconoce  como había  hecho el Maestro (Lc 23,34: “...porque no saben lo que hacen”); su nueva vida se halla determinada por la fe y el amor.

 

Y esto no ocurrió sólo en el momento de su conversión: lo que entonces ocurrió se convirtió en un suceso ocurrente a lo largo de su vida; lo ha transformado en el paradigma de la misericordia y de la gracia: si él fue el primero  en la jurisdicción del pecado, lo es también en el ámbito de la gracia.. Fue una metamorfosis excepcionalmente bella y profunda. Ante ella el Apóstol prorrumpe en una excelente doxología de acción de gracias al que se lo debe todo.

 

Felipe F. Ramos

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