CUARESMA, Domingo V

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ez 37,12-14
2ª lectura: Rm 8,8-11
3ª lectura: Jn 11,1-45

 

La lectura de Ezequiel sobre la apertura de los sepulcros (pimera lectura) es una promesa dirigida a Israel. La terminología utilizada como imagen de su restauración -estamos en la visión macabra del campo inmenso de los huesos secos- es la de la resurrección: Israel surgirá de la muerte para llegar así a ser la comunidad viva del futuro, para que los muertos puedan vivir la vida verdadera prometida y deseada por Dios (Ez 18, 20-24; 33,10-16). Esto se convertirá en realidad gracias a la obra del Espíritu de Dios. Cuando haya tenido lugar esta transformación Israel conocerá que se ha cumplido la promesa de Yahvé.

 

El texto que nos ofrece Mateo: “Los sepulcros se abrirán y muchos santos, que ya habían muerto, resucitarán. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús,  entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos” (Mt 27,52-53), constituye una glosa midrásica –-omada de un  texto bíblico (el primero que nos ofrece la liturgia de hoy) y adaptada para explicar o justificar una nueva situación- en estilo de yuxtaposición redaccional. Es una réplica a la mofa que los dirigentes judíos hacían de Jesús al que, por fin, habían logrado ajustarle las cuentas: “Del mismo modo se mofaban de él los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos diciendo: “Salvó a otros y no puede salvarse a sí mismo; si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mt 27,41-43). El recurso utilizado por Mateo, al que acabamos de referirnos, consiste en destacar la verdadera categoría y dignidad de Jesús (Mt 27,52-53).

 

Jesús se manifiesta expresamente como el Mesías, la resurrección y la vida (el cuarto evangelio acentuará particularmente este aspecto localizando en Betania la resurrección de Lázaro y recogiendo la afirmación de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida (11,25). El célebre “secreto mesiánico” (particularmente importante en los evangelios sinópticos, y especialmente en el de Marcos) y la imposición de silencio a aquellos que habían conocido a Jesús a través de su predicación y milagros ha llegado a su fin. Los cap. 21-23 de Mateo hablan tan claramente de la dignidad de Jesús que parecen intencionadamente provocativos.

 

Jesús habla del sueño de Lázaro refiriéndose a su muerte. Los discípulos no comprenden. El evangelista utiliza este recurso a la incomprensión para tener la oportunidad de presentar la escena en toda su dimensión y significado. El sueño es un eufemismo que indica la muerte. Era una imagen frecuente. Cuando un enfermo recupera el sueño de modo natural es signo de mejoría. Así lo entendieron los discípulos en el caso de Lázaro : Señor, si se ha dormido, es señal de que se recuperará (11,12).  La palabra “resurrección” evoca la esperanza judía según la cual “el último día”, una vez consumado el mundo presente, Dios devolvería a la vida a aquellos que hubiesen observado la ley. Dios recompensaría a sus fieles, dándoles todos aquellos bienes de los que no habían podido disfrutar en esta vida. La recompensa era imaginada como una vida corregida, mejorada y aumentada, en un sentido excesivamente material.

 

La resurrección, también en la mente de Jesús, se halla asociada a la vida: la resurrección y la vida, como dice el texto. La diferencia está en que dicha resurrección es la vida: resurrección y vida son términos intercambiables; se trata de la resurrección que es la vida, o de la vida que es la resurrección.  Tanto es así que la expresión y la vida la omiten algunos manuscritos griegos, latinos y siriacos. Bastaba el Yo soy la resurrección para que todo el mundo entendiese que Jesús estaba hablando de la vida. Y no es la vida presente, corregida, mejorada y aumentada. Es la vida misma de Dios, participada en la medida en que un ser humano tiene capacidad para hacerlo.

 

La narración de la resurrección de Lázaro es un maravilloso cuadro plástico que ilumina lo que ya había sido dicho sobre lo que es Jesús: “Porque, así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere” (Jn 5,21). La resurrección y la vidaexpresan el sentido último de la misión de Jesús: comunicar plenamente a los hombres la vida (10,10). Quien la acepta, quien acoge su palabra, quien cree en el que le envió ha pasado de la muerte a la vida (Jn 5,24); la gracia de la vida absorbe el rigor del juicio; el don de Dios, inseparable de él mismo, llega a ser posesión definitiva del hombre.

 

La unión con Jesús garantiza la vida, a pesar del trance necesario de la muerte. Lo que Jesús promete es mucho más de lo que Marta espera. Para el creyente, la muerte ha sido relativizada. Tendrá que pasar por ella, por exigencias de la misma naturaleza mortal, pero no quedará sepultado en ella; la muerte, en su aspecto de fin-destrucción-aniquilación, ha sido superada por la vida (Jn 11,25). Dios, que es la vida, no puede abandonar a los suyos en el momento supremo de la muerte; les hará participar de su vida; les introducirá en su reino, que es todo lo más opuesto al llanto, al dolor y a la muerte.

 

Esta vida comienza ya ahora, sin necesidad de esperar al último día, como dice Marta, que refleja y representa  la creencia del judaísmo contemporáneo. La esperanza del futuro es ya realidad participada en la vida del creyente. El evangelio de Juan se caracteriza por acentuar la presencia ya actual del objeto de nuestra esperanza; es el don de Dios, participado por su criatura; es el fruto de las nuevas relaciones entre Dios y el hombre, que inauguró la aparición de su Hijo; es él quien ha hecho que su criatura escuche su palabra y que haga de su vida un servicio de amor. La vida divina anticipada en el creyente es creadora de paz, de seguridad, de libertad, de alegría. El luto siniestro de la muerte ha sido sustituido por los vestidos blancos de la victoria.

 

Lo importante ahora es la fe, por la que el hombre vive ya en la eternidad de Dios. La segunda parte del versículo en el que Jesús se presenta como la resurrección y la vida, acentúa la condición única para que la promesa divina sea eficaz: El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá (11,25). La expresión el que cree en mí es utilizada en las dos partes de la frase. De este modo se acentúa su importancia. El encuentro con Cristo, que es la resurrección y la vida, exige la decisión de la fe, la opción por la vida. El futuro y el presente del hombre dependen de la aceptación de la oferta divina de la vida. La frase citada recoge las dos posibilidades: la de la muerte como realidad ya presente y participada (como era el caso de Lázaro, y de los muertos en general): el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y la muerte como realidad futura, pero segura (es el caso de los que todavía vivimos):todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. Lo afirmado en la escena  protagonizada por Marta y Jesús lo confirma el silencio elocuente de María, que ha elegido la mejor parte (Lc 10,42).

La historicidad del relato puede ser cuestionada, no desde la posibilidad o no posibilidad del poder de Dios o de Jesús en relación con los milagros, sino desde la narración misma en cuanto tal.Llama la atención que el milagro sea presentado por Juan como la ocasión que desencadenó en los judíos la decisión de eliminar a Jesús. En los evangelios sinópticos dicha decisión está provocada por las pretensiones de Jesús sobre el templo. Llama también la atención el hecho de que los sinópticos no conozcan  un acontecimiento tan excepcional y que no encontremos  en todo el NT alusión alguna a un hecho tan extraordinario. Que Lázaro sea presentado como un habitante de Betania, y no como una amigo de Jesús (11,1; 12,1),sin relación con Marta y María llama también la atención; sólo después son presentados como hermanos.

 

El único que conoce a estas hermanas es Lucas y las sitúa viviendo en un lugar indeterminado de Samaría (Lc 10,38-42). Llama poderosamente la atención que Juan no mencione para nada la reacción de Jesús, ni la de Marta y María ante la resurrección de Lázaro, cuando antes de la misma se describen detallada y casi anecdóticamente los sentimientos psicológicos de cada uno, de los judíos presentes, de las hermanas de Lázaro y del mismo Jesús. Llama la atención que sea Jesús el que tenga que intervenir de nuevo para liberar a Lázaro de su inmovilización mortal (11,44).

 

Lo que más llama nuestra atención es que la validez del signo y de su contenido no se ven cuestionados por la historicidad del mismo. El análisis de la narración demuestra que los motivos determinantes de la misma no son históricos. El relato pretende ser predicación, anuncio del evangelio. El último de los signos narrados en el evangelio de Juan, no simplemente aludidos en el mismo, debía ser un cuadro de excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo. Nos ha ofrecido un audiovisual tan cautivador que difícilmente puede encontrarse otro mejor sobre el mismo tema. Todo el mundo debe quedar embelesado en la contemplación del centro del cuadro: Yo soy la resurrección y la vida.

 

A veces los milagros se hallan provocados por una parábola. Tenemos un caso típico en Marcos. Nos cuenta la maldición de la higuera (11, 12- 14 ). Narra a continuación la expulsión de los vendedores del tiempo. Después vuelve sobre la higuera, afirmando que se había secado (11,20-25). Todo apunta a  la constatación de que la higuera seca es una elaboración del evangelista, que tiene su punto de partida en la higuera infructuosa. En nuestro caso, ¿no ha podido influir la parábola que nos cuenta Lucas sobre el hombre rico y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). El haber sido llevado al seno de Abrahán daba pie para hablar de su vida después de la muerte. Para ello debía resucitar. A su vez, la resurrección de Lázaro se convertiría en una parábola en acción. Pretendería iluminar la afirmación más importante de todo el relato: Yo soy la resurrección y la vida.

 

En cualquier forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se ven cuestionados por la historicidad. La afirmación central del relato, el centro del cuadro, digámoslo una vez más, lo constituye la auto-presentación de Jesús: Yo soy la resurrección y la vida. Las demás pinceladas, múltiples y magistralmente utilizadas, tienen la finalidad de llevar a la comprensión del cuadro a todo aquel que se detenga ante él para disfrutar de su belleza. Quedarse en la materialidad del hecho significaría el empobrecimiento radical del mismo; no haber llegado a descubrir la belleza del cuadro; desconocer que el hecho milagroso tiene toda su razón de ser en su categoría de signo.

 

La carta de Pablo (segunda lectura), la mejor y más profunda síntesis de la vida cristiana, distingue entre la vida física, cuyo centro de interés está constituido por las satisfacciones terrenas, que alcanzarán su culminación cuando los recursos humanos hayan llegado a su fin, y la vida espiritual, que implica un fin espiritual, la certeza de la vida y de la paz. Aquellos que se aferran a la vida física se alejan de Dios: su modo de vida, su conducta, les impulsa a rechazar a Dios y, en consecuencia, no pueden obtener la aprobación o la rúbrica positiva de Dios sobre ellos. Pero la vida movida por el espíritu de Dios se halla impregnada por el Espíritu de Cristo.

 

La presencia-habitación de Cristo en el creyente no le libera de la muerte física, pero le da una nueva cualidad; se trata entonces de una vida que viene de Dios, porque el creyente está en la recta relación con él. Al final, esta vida espiritual se manifestará como más fuerte que la muerte física, porque los cristianos participarán en la resurrección de Cristo.

Felipe F. Ramos

Lectoral