TRIDUO PASCUAL, Jueves Santo

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ex 12,1-8. 11-14.
2ª lectura: 1Co 11,23-26.
3ª lectura: Jn 6,51-58.

 

La Pascua es una fiesta muy antigua, que celebraron ya seguramente los hebreos antes de su estancia en Egipto. Era una fiesta pastoril, celebrada en la primavera, cuando comienza la trashumancia de los pastores. Consistía en el sacrificio de un cordero del rebaño, que era asado y comido con pan sin levadura y con hierbas amargas (comestibles, pero silvestres y no fruto del cultivo). Se celebraba en el plenilunio, sin sacerdotes, en familia. Se ungían con la sangre del cordero los palos de la tienda, con sentido propiciatorio(primera lectura).

La fiesta de los Ácimos, por su parte, era una fiesta paralela de los agricultores sedentarios, consistente en la ofrenda  de los primeros frutos, las espigas de cebada. Se comía en ella un pan provisional (“de aflicción”), hecho sin levadura, en espera de la cosecha del trigo, siete semanas después. No pudo ser celebrada por los hebreos en su condición nomádica, ni tampoco en Egipto, sino después de haber entrado en la tierra fértil, para marcar precisamente la nueva situación (Jos 5,10-12). Esta fiesta no suprime la anterior, las dos viven acopladas en el espacio de una semana.

Como todas las fiestas, también la Pascua y los Ácimos son vaciadas del viejo contenido, para recibir un contenido histórico, dado que fue en la historia donde Israel conoció la salvación que celebra en las fiestas. Las dos fiestas mencionadas vinieron a celebrar la liberación de la servidumbre. La esclavitud y la liberación de Egipto son paradigma de todas. Así lo enseñan los padres a los hijos de generación en generación. Al historificarse, ninguna de las dos fiestas pierde los rasgos fundamentales de su primitivo ritual; pero, al mismo tiempo, tienen que asumir rasgos de los acontecimientos que celebran. En este caso son los acontecimientos del éxodo, con la figura y el sentido que tenían al convertirse en motivo de la celebración. Por vía inversa, fue la celebración litúrgica la que retuvo por siglos el recuerdo de los acontecimientos, y de ese ámbito los recuperó a su hora la historiografía.

Estos ensayos previos nos introducen de lleno en el maravilloso misterio  eucarístico (tercera lectura). El presente discurso (Jn 6,51b-58) no procede de la sinagoga de Cafarnaún -no se podía hablar de este modo de la eucaristía antes de su institución, pues nadie hubiese entendido nada- sino de la última cena. Fue traspasado aquí por la pluma del evangelista, como continuación del discurso sobre el pan de vida.

El discurso sobre el pan de vida se convierte en la preparación adecuada del discurso eucarístico. El lugar que debía ocupar, que era la última cena (Jn 13); lo eligió el evangelista para narrar el lavatorio de los pies. Sin embargo no se atrevió a omitir un relato tan importante. Entonces recurrió al sistema de trasladarlo a otro lugar. Y sin duda alguna que éste era el más indicado, por razón de la semejanza de la materia: pan material en el “signo” de la multiplicación de los panes (Jn 6,1-15), el pan bajado del cielo en el discurso sobre el pan de vida (6,22-50),  y  el   pan eucarístico (Jn 6,51-58). El traslado está bien justificado. Cuando se hizo dicho traspaso, Jn 6,59, que seguía inmediatamente a Jn 5,51a, fue desplazado adonde ahora está. Así nos da la impresión que todo, incluso el discurso eucarístico, fue pronunciado en la sinagoga de Cafarnaún.

Frente  al carácter  metafórico  del  discurso  sobre el  pan de la vida -Jesús como el pan dado por el Padre, bajado del cielo, del que hay que comer mediante la fe- destaca  el realismo eucarístico de esta unidad literaria estrictamente eucarística: es necesario comer y beber  la carne y la sangre del Hijo del hombre. Al expresarse de este modo, el evangelista trata de dar respuesta al interrogante sobre cómo puede éste darnos a comer su carne. Un interrogante que supone una incomprensión inadecuada de la cena del Señor. Incluso hay que contar con una polémica en contra de su celebración. ¿Procedía de las discusiones con los judíos, con los judeo-cristianos o con otras tendencias o grupos dentro de la Iglesia? Ignacio de Antioquía afirma: “no confiesan que la eucaristía es la carne del Señor”. Frente a ellos se pone de relieve la necesidad de tomar parte en la eucaristía para participar en la vida.

El evangelista insiste en presentar la carne y la sangre como verdadera comida y bebida. De este modo salía al paso de otra concepción errónea dentro del cristianismo primitivo: la corriente o tendencia gnóstico-doceta. Frente a una concepción que consideraría la eucaristía, a lo sumo, como mero símbolo, el texto subraya que se trata de una verdadera comida, de una comida real, en la que se participa de la carne y de la sangre de Cristo.

Los efectos de la eucaristía se expresan mediante la fórmula de la permanencia mutua: el que come... permanece en mí y yo en él. Esta permanencia designa la vida cristiana como tal: el discipulado cristiano se define como la permanencia en la unión con Cristo (Jn 15,4-7). La concepción joánica de la eucaristía pone de relieve los aspectos siguientes:

Su consideración y valoración dentro del acontecimiento salvífico en su conjunto, es decir, en estrecha relación con la misión del Hijo de Dios desde la encarnación a la cruz-exaltación. Los dones sacramentales (el pan y el vino) son medio para lograr la unión con Cristo. Esta unión es eficaz y se realiza cuando se cumple la  exigencia única y decisiva impuesta al hombre, que es la fe en el Revelador, enviado por Dios y portador de la salvación.

Su enfoque cristológico-soteriológico: aparece Jesús mismo como sujeto de la acción que se desarrolla en la Cena: su mismo ser, toda la realidad implicada  en la figura del Hijo del hombre, muerto y resucitado, se hacen presentes en la celebración de la eucaristía.

El efecto principal de la eucaristía, la unión personal con Cristo, se expresa mediante la mutua permanencia: El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él (Jn 6,56).

La palabra “carne” (= sarks, en griego) es la misma que utiliza el evangelio  para designar  la encarnación:  el logos-palabra  se hizo carne (Jn 1,14); es necesario comer la carne. La eucaristía es la prolongación de la encarnación y de sus efectos.

Es notable que Pablo (segunda lectura) comience por recordar, para hablar de la Cena del Señor, la fuente de su información (1Co 11,23): es la tradición apostólica. El Apóstol utiliza los dos verbos clásicos que la definen: “recibir” (= paralambano)  y “transmitir” (= paradídomi). Pablo se considera como un intermediario, un eslabón en esa cadena sólida que procede del Señor a través de los Doce. Tiene plena conciencia de no introducir novedad alguna en la celebración de la cena del Señor. En la celebración de la eucaristía, Pablo pone de relieve los aspectos siguientes:

a) Recuerdo de la muerte del Señor (1Co 11,26). Un recuerdo que no es simple evocación de algo ocurrido en el pasado. Es el recuerdo bíblico en sentido estricto. Pablo lo llama anámnesis. Este recuerdo es actualización de un suceso pasado, pero cuya presencia y eficacia llega hasta el momento presente. Quien lo “recuerda” debe verse “envuelto” en él.

b) Anuncio de la muerte del Señor (1Co 11,26). Se trata de un acontecimiento actual gracias al cual vive la comunidad. La eucaristía se halla íntima e inseparablemente unida a la teología de la cruz. Los acontecimientos del pasado, particularmente la última Cena, la muerte y la resurrección del Señor, son proclamados y actualizados en cuanto a su eficacia salvadora en la cena del Señor. Se actualiza el sacrificio del Señor, ya que la mesa eucarística es un  altar (1Co 10,16-22) en el que “proclamamos la muerte del Señor, de manera que el que no discierne el pan y el vino eucarísticos se hace culpable “respecto al cuerpo y la sangre del Señor”.

c) Fundación de la nueva alianza (1Co 11,25). Al decir “fundación de la nueva alianza” se entiende el orden nuevo de salvación, fundado por Jesús y gracias al cual nace una comunidad nueva. De esta forma y bajo esta perspectiva la eucaristía entra en relación con el AT (Jr 31,31ss).

d) Comida de comunión con Cristo (1Co 10,16-21). La eucaristía nos brinda la comunión real y operante con Cristo; no se trata sólo de un signo o de un símbolo. Por otra parte, esta comunión operante de Cristo debe distinguirse cuidadosamente del “naturalismo” y del “poder mágico que en el entorno cultural se atribuía a ritos análogos (1Co 11,17.23). La “comunión” -koinonía- implica dos acciones inseparables: la donación divina o la oferta de Dios, y la decisión humana ante la oferta divina.

e) Comunión de los creyentes entre sí (1Co 11,20-22). Este efecto es consecuencia del anterior. La eucaristía edifica la comunidad (1Co 10,17). No puede separarse la celebración eucarística de la conducta frente a los hermanos, como se hacía en Corinto (1Co 11,20ss). Sería un desprecio a la comunidad de Dios.

f) Esperanza en la venida del Señor (1Co 11,26).  Las últimas palabras del v. 26: “...anunciáis la muerte del Señor hasta que él vuelva, dan a la eucaristía el sentido de la oración tan frecuente en la primitiva Iglesia: maran atha (1Co 16,22: “ven, Señor”). La eucaristía  anuncia y anticipa ya, de alguna manera, la plenitud de los tiempos. Es el sacramento de la esperanza, que mantiene en los creyentes la tensión hacia el día del Señor, hacia el domingo último y terno.

 

 


 

Lavatorio de los pies (Jn 13)

La tradición sinóptica coloca como pórtico de la pasión la preparación y celebración de la Cena. El cuarto evangelio la supone, pero, en lugar de contarnos la institución de la eucaristía, la sustituye por el lavatorio de los pies. Lo relativo a la eucaristía, con las peculiaridades propias de Juan, lo traspasó el evangelista o el redactor final del evangelio a continuación del discurso sobre el pan de vida (6,23-50). El evangelista pretende acentuar, además, el distanciamiento del evangelio frente  al judaísmo.  Por eso,  habla de la fiesta “judía”  de la  pascua (Jn 12,1; 13,1), que es sustituida por la pascua cristiana.

Esta simple constatación nos habla elocuentemente de la importancia de este acontecimiento. Con él se trata de aproximar dos realidades aparentemente incompatibles: ¿cómo se concilia la mesianidad y divinidad de Jesús (Jn 20,30s) con su muerte en la cruz? Al comenzar a relatar la pasión, el evangelista tiene que demostrar que la muerte en cruz forma parte del plan de Dios y, por tanto, que no es dificultad para aceptar la mesianidad ni la divinidad de Jesús tal como la veía la gente (Jn 12,34). Esta es la finalidad que pretende conseguir este relato.

Del lavatorio de los pies existieron dos versiones distintas: Jn 13,6-11 y 13,12-20. El fácil hacer la prueba: pueden leerse de forma seguida Jn 13,1-11 que llamaremos el relato A y pasar inmediatamente a Jn 13, 21,  omitiendo por tanto Jn 13, 12-20 que llamaremos el relato B. Viceversa: pueden omitirse Jn 13,6-11 y empalmar 13,5 con Jn 13, 12ss. En ambos casos el relato tiene sentido y coherencia, leídos independientemente el uno del otro. ¿Cuáles fueron las características de cada uno?.

a) Según el relato A (Jn 13,6-11) el lavatorio es un signo, que apunta hacia una realidad que se encuentra más allá del hecho visible (Pedro no entiende ni puede entender dicho signo hasta después de la pascua). El Lavatorio es “purificación”. Hace evocar inevitablemente el pensamiento del bautismo cristiano. Ahora bien, bautizarse significa hacerse partícipes del misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Por tanto, el lavatorio simboliza toda la misión de Jesús: la entrega de su vida; no sólo el servicio prestado a los demás, sino el servicio supremo prestado a los hombres por el Siervo de Dios por excelencia. Si Jesús no hubiese prestado este servicio, los hombres no tendrían parte con él en su propia filiación y en la herencia prometida.

Según el relato B (Jn 13,12-20) el lavatorio es un ejemplo (todos entienden desde el primer momento su significado). El Maestro explica su actuación desde la intención de dar un ejemplo que los suyos deben imitar: unos deben servir a los otros, para imitar el ejemplo de Jesús, que se hizo servidor de todos.

b) Según el relato A el lavatorio es un hecho único, irrepetible e inimitable. Así se deduce de lo que acabamos de decir. Es algo que tiene que hacer Jesús. Según el relato B el lavatorio es un hecho múltiple, repetible e imitable. Es algo que tienen que hacer los discípulos.

c) El relato A simboliza el hecho salvífico, algo que únicamente Jesús puede y tiene que hacer (Jesús dice a Pedro: si no te lavo; no le dice: “si no te dejas lavar”). El relato B es la aplicación del hecho salvífico por los discípulos y entre ellos.

d) El relato A presentaba la salud como obra de Jesús (Jn 13, 10: El que se ha bañado...; y vosotros estáis limpios. Es un relato estrictamente cristológico-soteriológico. El relato B la presenta como la acción de los discípulos (Jn 13,17: Seréis dichosos si lo ponéis en practica). Por consiguiente, el relato B es estrictamente eclesiológico-pastoral.

Cada uno de estos relatos tenía su introducción y su conclusión. Éstas se fusionaron cuando se yuxtapusieron ambos. Y esta es la causa por la que la introducción aparezca tan recargada. Al unir ambos relatos, el redactor se creyó en la obligación de hacerlos preceder de una introducción que recogiese los dos motivos fundamentales: el conocimiento y el amor del Señor. Lo relativo al “conocimiento” de Jesús era el pensamiento fundamental de la introducción al relato A. El “amor” de Jesús se hallaba destacado en la introducción al relato B. Esto, a su vez, es una interpelación para los discípulos: la pasión-muerte de Jesús y el lavatorio que lo simbolizan no actúan mágicamente; su eficacia está condicionada por la fe y el amor por parte de los discípulos. Judas estaba presente y fue lavado, pero no quedó limpio.

Desde el punto de vista del evangelista la actitud de Pedro, representante de los Doce como habitualmente sucede, es negativa frente al plan de Dios. Prácticamente es la misma con que reaccionó ante el anuncio hecho por Jesús sobre su pasión (Mc 8,32-33: intenta disuadir de ella al Maestro), que le mereció las palabras más duras que salieron de labios de Jesús.

Los diferentes motivos en cada uno de los relatos mencionados son, efectivamente, distintos, pero no independientes. Una interpretación no puede separarse de la otra, ni una puede ofrecerse como alternativa frente a la otra: la misión de Cristo tiene como objetivo crear un discipulado de amor entre los hombres. Esto ha sido posible gracias al amor de Jesús por ellos. Con esta finalidad entregó él su vida. La purificación de la que él habla, y que es fruto de su palabra, es limpieza de todo aquello que se oponga al amor.

El lavatorio de los pies no es, en primer lugar, un símbolo de la pasión y, en segundo lugar, un ejemplo para los discípulos: el propósito de la pasión y el discipulado se implican mutuamente. La finalidad que tuvo el redactor al unir ambos relatos nos parece clara: ante la excusa fácil, sobre todo por parte de los dirigentes eclesiales  y demás personas constituidas en dignidad, de no servir a los otros, de no cumplir las exigencias del mandamiento del amor, de no dar la cara por aquellos que profesan la misma fe y por ella son perseguidos, se pretende urgir la necesidad de la entrega a los demás (Jn 13,14). A la dimensión cristológica-salvadora   se   añadió  de  este  modo  la eclesiológica-exhortativa (Jn 13,17).

 

Felipe F. Ramos

Lectoral