TIEMPO ORDINARIO, Domingo IV

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: So 2,3; 3,12-13
2ª lectura: 1Co 1,26-31
3ª lectura: Mt 5,1-12ª

 

Los buscadores de Dios no se buscan a sí mismos. Su búsqueda nace de la necesidad experimentada en sus corazones. Los que hablan mucho de la humildad son los que carecen de ella, los soberbios. Y la soberbia fue la característica de los tiempos de Sofonías, a finales del siglo séptimo. Aprovechando la minoría de edad del rey Josías, los jefes y los jueces se convirtieron en depredadores despiadados; los profetas se prostituyeron anunciando arrogantemente la mentira; los sacerdotes tergiversaron su misión y son acusados de violar la ley. El mal se convirtió en la norma generalizada de la conducta (So 3,1ss).

 

Ante esta situación se anuncia el día de Yahvé, “día de ira es aquél, día de angustia y de congoja, día de ruina y asolamiento, día de tiniebla y oscuridad, día de sombras y densos nubarrones, día de trompeta y alarma en las ciudades fuertes y en las altas torres” (1,7.15-16: el texto citado es la fuente en la que se inspiró Tomás de Celano para la composición del estremecedor Dies irae.

 

Frente al día de castigo de Yahvé por tanta maldad aparece, en  contrapunto, el día de la remuneración: para el pueblo humilde y sencillo todavía queda una esperanza, la esperanza de los pobres que cumplen sus mandatos. Buscando la justicia y la humildad, podrán tener refugio en el Señor el día de su ira: “Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por eso no hemos de temer aunque tiemble la tierra, aunque caigan los montes al seno del mar” (Sal 46, 2-4). La presencia de Yahvé en Sión, en Jerusalén, se convierte en el Dios inexpugnable. El “resto” es una realidad apoyada en la Roca de Israel.

 

El evangelio se centra en los auténticos buscadores de Dios, cuya remuneración se hace inseparable de Dios mismo (tercera lectura). Las Bienaventuranzas deben ser enmarcadas en un género literario amplio conocido por este nombre (macarismos, en griego; nosotros hemos optado por “dichosos”, atendiendo a la costumbre que se ha generalizado de traducirla así) tanto en el AT como en el Nuevo. Las Bien. o dichas hacen referencia exclusiva a la singular alegría que surge en el ser humano por su participación en la salud-salvación-vida-reino de Dios:

 

“Todas las generaciones me llamarán “bienaventurada” (Lc 1,48).

 

“Bienaventurado el seno que te llevó” (Lc 11,27).

 

“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios” ... (Lc 11,28).

 

“Bienaventurados, alegría suprema por haber recibido el mensaje salvífico” (Ga 4,15: los cristianos de Galacia hubiesen dado a Pablo como expresión de gratitud sus propios ojos por haberles anunciado las bienaventuranzas, que también puede decirse en singular).

 

“Bienaventurados los que padecieron”, es decir, los que se mantuvieron fieles, como Job. La paciencia es la permanencia en fidelidad a la palabra dada o al compromiso adquirido con Dios (St 5,11).

 

Las Bien., tal como nos las refiere Mateo, están divididas claramente en dos grupos de cuatro. El criterio del discernimiento nos lo ha ofrecido el mismo evangelista al utilizar la palabra “justicia” tan estratégicamente como lo ha hecho: con ella se termina la cuarta Bien.: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia...” (Mt 5,6) y la octava: “Dichosos los que padecen persecución por causa de la justicia...” (Mt 5,10 ). En el primer grupo o bloque se beatifica o alaba la actitud adecuada del hombre frente a Dios (es como la ampliación del primer mandamiento, “amar a Dios”); el segundo bloque descubre y describe cuál debe ser la actitud correcta del hombre frente a su prójimo (es como la aplicación concreta del segundo mandamiento, “amar al prójimo”).

 

Los pobres de espíritu. La mentalidad moderna, lo mismo que la antigua, proclama la Bien. de la riqueza. También la mentalidad bíblica y, de un modo general, la judía. Jesús no la beatifica, pero tampoco la proscribe. Únicamente condena a aquellos que las convierten en su dios, al que sirven en exclusiva, por encima de cualquier otro valor supremo; a los que las convierten en el principio determinante de su vida.

 

Para entender la Bien. de la pobreza es necesario arrancar del AT, y de una tendencia dentro del judaísmo, donde la palabra aní = pobre o anawin = pobres, junto a su dimensión sociológica e incluso por encima de ella, tiene otra religioso-teológica. El pobre es el hombre honrado, piadoso y practicante de la justicia, que vive bajo el yugo del rico, del influyente y del opresor. Quien vive honradamente, practicando la justicia (que es la respuesta adecuada a la justicia de Dios o a su acción salvífica) y abierto a Dios, será retribuido por él.

 

La injusticia y el compromiso con todas las caras es incompatible con la integridad exigida por Dios. De ahí que se habla de espíritu de pobreza o de los pobres de espíritu. La frase era frecuente en tiempos de Jesús, como lo han puesto de relieve los descubrimientos de Qumran. No se beatifica, sin más, la pobreza sociológica. Considerada en sí misma y como tal, sería un auténtico mal. La pobreza beatificada debe estar acompañada y determinada por la sencillez del corazón, por la convicción profunda de la necesidad que el hombre tiene de Dios, por la integridad de la vida, por la apertura a los demás.

 

Los afligidos. Una Bien. que debe ser entendida desde el premio que la justifica: el consuelo.La necesidad, intensidad y categoría del premio, “el consuelo”, se halla justificado porque es una realidad mesiánica, traída por el Mesías, y comprende todo el dolor del que el hombre necesita ser consolado: el poder del dolor, de Satanás, del pecado y de la muerte. La Bien. se esclarece en la victoria de Jesús sobre el pecado, el dolor, la muerte, particularmente en el momento de la resurrección. El Dios de la Biblia es el Dios del Consuelo (así es llamada la segunda parte del libro de Isaías, considerada como el  Deuteroisaías, que comienza precisamente con estas palabras: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios...”(Is 40,1ss).

 

Los mansos. No es fácil encontrar un adjetivo que califique debidamente a los beatificados en esta Bien. Nuestro querido P. Astete decía que los mansos son “aquellos que no tienen ira ni aun movimiento de ella”. Como esto no es serio ni nadie podría aceptarlo, no puede ser evangelio. Debemos buscar, por tanto, por un camino distinto al,marcado por el citado catecismo. Lo único que puede afirmarse con seguridad es que se trata de una actitud muy próxima a la beatificada en la primera Bien. Si respetamos la palabra “mansos” lo hacemos dándole el sentido de humildes, pobres, necesitados, pequeños, los que aceptan su situación humilde sin amarguras. Con la esperanza, eso sí, de la retribución. La herencia de la tierra es expresión sinónima de recibir el reino de los cielos. Pero el premio no es pensado sólo para el más allá. Se cuenta con el mundo mejor que puede ser hecho por el esfuerzo del hombre. La vida de Jesús  es una ilustración práctica de esta Bien.: luchó contra la enfermedad, el hambre, el dolor... y, al mismo tiempo, caminó con seguridad a la resurrección.

 

Los que tienen hambre y sed de justicia. Aquí beatifica más que una actitud una tendencia, un deseo de recibir algo. El hambre y la sed significan en la Biblia la tendencia y añoranza hacia Dios (Is 55,1; 42,2). Personas que tienden hacia una justicia que Dios regalará a los que ahora se ven oprimidos por la injusticia. Pero la recompensa no se espera sólo al final de la vida. El hambre y la sed de justicia claman para que cese la actual injusticia. La esperanza se ve cumplida únicamente en la aparición del Mesías, que es llamado “Yahvé es nuestra justicia” (Jr 23,6; 33,36; Is 11,1-4).

 

Los misericordiosos. La formulación farisaica de esta Bien. sonaría, más o menos, así : “bienaventurados los justos porque Dios tendrá misericordia de ellos”. La Biblia, tanto el AT, como, sobre todo, el Nuevo, piensa de manera bien distinta. Ante Dios nadie tiene consistencia por sí mismo. Lo sabían también los contemporáneos de Jesús que lo habían formulado así:  quien no practica la misericordia, tampoco Dios la tendría con él. El Padrenuestro nos enseña a perdonar como somos perdonados. Los misericordiosos se hallan beatificados porque su conducta se halla en la misma línea que la de Dios: amor, compasión, perdón, comprensión, ayuda.

 

Los limpios de corazón. Probablemente el mejor comentario a esta Bien. nos lo ofrezca el Sal 24, 4: “El acceso al templo, el acceso a Dios, está abierto al de manos limpias y corazón puro, al que actúa no sólo con caridad sino con claridad, sin torcidas e inconfesables intenciones (St 4,8: la pureza es lo contrario a la doblez). Se piensa normalmente en la limpieza de la castidad, pero no se refiere sólo a ella. Es la limpieza de la vida.

 

Los que trabajan por la paz. Quien trabaja por lograr la paz entre los hombres actúa como Dios mismo, porque Dios es el Dios de la paz (Rm 15, 33; 15,20; Ef 2,14), el que ha creado la paz entre él y los hombres. Se abarca aquí todo lo que el NT comprende con el nombre de “reconciliación”.

 

Los perseguidos por la justicia. Tenemos aquí el eco de la primera Bien. Y la convicción generalizada de que el justo debe sufrir a causa de la injusticia. La suerte que corrió el Maestro alcanza también a los discípulos.

 

La carta magna del reino de Dios, como han sido llamadas las Bien., termina con un tono menos universal y abstracto, más concreto y personal. Era la experiencia intensamente vivida por los discípulos de Jesús que, inmediatamente después de la muerte del Maestro, sufrieron calumnias, insultos, persecución e incluso la muerte por causa de Cristo. Eran las Bien. ya en acción, como seguirían y seguirán a lo largo de la vida de la Iglesia.

 

Además de las Bien. sistematizadas en esta pequeña sección que nos ofrece el evangelio de Mateo, hay otras dispersas a lo largo del NT que, en parte, derivan de ellas y, en parte, las perfeccionan. Los ejemplos siguientes nos lo aclaran. Son bienaventurados:

 

> Los que creen, como María (Lc 1,45); los que están abiertos a otra Palabra, que no es la suya (Mt 16,17); los que no se escandalizan de Jesús (Mt 11,6: de que él sea la manifestación de Dios); los que aceptan la oscuridad de la fe sin exigir argumentos para probarla (Jn 20,29; 4,48; Jesús se indigna al encontrarse con esta actitud); los que están abiertos a la palabra de Dios y dispuestos a cumplirla (Lc 11,28, por encima de otro interés argumentativo); los que son perseguidos incluso por hacer el bien (1P 3,14); en tales casos la persecución garantiza la presencia del Espíritu (1P 4,14).

 

> El libro del Apocalipsis nos ofrece magníficos ejemplos. Son bienaventurados: “Los que mueren en el Señor” (14,13, es decir, los que mueren en la fe y por la fe en Cristo; “los que esperan la venida repentina del Señor, como la del ladrón” (16,15); “los invitados a las bodas del Cordero” (19,9, que es el símbolo de la unión de Dios con su pueblo); “los que prestan atención a las palabras proféticas de esta profecía” (22,7, porque el Apocalipsis es palabra profética); “los que lavan las túnicas en la sangre del Cordero” (22,14; la imagen hace referencia a aquellos que han aceptado la obra salvífica de Cristo).

 

El camino de la humildad lo recorre san Pablo en la segunda lectura de hoy. Pablo condena la sobrevaloración de las personas en el quehacer evangelizador y rechaza el partidismo existente en Corinto porque se opone a la naturaleza del evangelio,  que no es  una sabiduría humana  ni  una especulación  filosófica (1Co 1,18-3,4). El evangelio invierte la jerarquía de valores: la sabiduría cristiana puede ser llamada “la locura de la cruz”. El poder de Dios se manifiesta en la debilidad de Cristo (1,24); y la fuerza del Espíritu se pone de relieve en la insignificancia de Pablo (cap.2; 2Co 12,9s); los débiles confunden a los sabios (1, 27s; 3,18s).

 

Pablo no se manifiesta como enemigo de los valores humanos. Relativiza éstos, calificándolos de incapaces para lograr la salvación y, en última instancia, la plena realización del hombre. La sabiduría humana -a la que Pablo llama prudencia de la carne- no puede salvar a nadie. Sólo la palabra de Dios es fuente de sabiduría, que equivale a decir fuente de salvación. Todo lo humano, para que tenga pleno sentido, debe ser integrado en Cristo. Así se convierte en sabiduría de Dios (3,22s).

Felipe F. Ramos

Lectoral