TIEMPO ORDINARIO, La Santísima Trinidad

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ex 34, 4b-6. 8-9.
2ª lectura: 2Co 13,11-13.
3ª lectura: Jn 3,16-18.

 

Mientras Moisés estuvo en el Sinaí, en diálogo con Dios, el pueblo se construyó el becerro de oro, una especie de nuevo dios porque con ello contravenía la prohibición de hacer imágenes de su Dios. Cuando Moisés bajó del Sinaí y contempló la apostasía del pueblo, tiró al suelo las tablas de la alianza y se rompieron (Ex 32,15-20). Esta escena proyecta la luz necesaria para comprender la primera lectura de hoy (primera lectura). En ella se pretende contestar el problema inquietante de la distancia y de la cercanía de Dios, pensando en un supuesto futuro, lejos del lugar sagrado del Sinaí y contando con un pueblo que es infiel a la alianza.

 

La respuesta está en la posibilidad de que la alianza renazca, sin que para ello sea obstáculo el lugar, las tablas rotas o la misma condición real del pueblo. El  lugar de la presencia de Dios no es sólo el Sinaí, sino el que indican sus signos. Las tablas pueden volver a escribirse. El verdadero lugar de la alianza está en la misericordia de Dios, que se manifiesta en toda situación, y en el hombre que le busca llevando consigo su situación real. Dios será siempre el misterio inaccesible y el pueblo estará siempre a distancia de él. Pero Dios se hace cercano en todo lugar y condición por “los hombres de Dios”, los carismáticos, los profetas, los santos. Ellos son los que “pronuncian” el  nombre del Señor sobre su pueblo y por el nombre lo hacen presente, sin  necesidad de una espectacular teofanía sinaítica en tempestad y fuego. El Moisés que sube al monte y que entra en la tienda representa a todos los mediadores que vendrán.

 

Dios no está directamente a la vista del hombre, pero pasa junto a él, pronunciando sus atributos de compasión, misericordia, clemencia y lealtad, como el que perdona el pecado y exige justicia, el que se manifiesta en el juicio y en la gracia. Estas propiedades o aspectos de Dios son las huellas de su presencia, mostradas al hombre en su camino, en los acontecimientos de la historia y en la profundidad de la persona. Ante las señales de su presencia el hombre se reconocerá  siempre pecador, pues no llegará nunca a cumplir debidamente el precepto fundamental de la alianza: amor a Dios y al hombre. Pero a la vez se sentirá siempre llamado a volver a la alianza, que se renueva sin cesar al renovarse la actitud del hombre. Y así sigue siendo el ámbito de la realización del pueblo de Dios en la comunidad humana.

 

Donante o Mitente, Don supremo. Vida escatológica. Juicio en evaluación continua. Presencia del Espíritu. Estas afirmaciones cortas, ¿nos ofrecen una síntesis de la interrelación más profunda entre Dios y el hombre? Al menos así puede ser considerado. Casi me atrevería a decir que este andamiaje tan sencillo tiene más resistencia que otros más sofisticados para que, a su vera, se levante un edificio más sólido y bello. Nada menos que el domingo de la Santísima Trinidad.

 

La relación entre Dios, Padre y Palabra, establece una clara proyección hacia el mundo humano. Para hablarse, para darse a conocer, para entrar en contacto con él, se hacía necesaria una misión. El Dios y Padre se harían inteligibles únicamente mediante la Palabra. Por eso fue enviada (Jn 1,14) y por eso el verbo “enviar” es uno de los más importantes para indicar la acción reveladora. El Padre, en cuanto tal, es el origen, la causa última y el dador de la revelación. El Padre es el Mitente. Y lo es desde la misma entraña de su ser. En correspondencia obligada, donde hay un Mitente, alguien que envía, tiene que haber uno que es enviado, tiene que aparecer el Enviado.

 

Jesús es el enviado de Dios, el Enviado, sin más. De una forma u otra se afirma esto 37 veces en el evangelio de Juan. Esta realidad misteriosa es la mejor prueba del amor que Dios tiene al hombre. Queremos anunciar el paralelismo necesariamente intencionado entre  la entrega de su Hijo ysu misión: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito... Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo” (Jn 3,16-17).

 

De lo dicho hasta aquí se deduce que el Padre y el Mitente son dos palabras intercambiables; una explica a la otra. Jesús, al revelar al Padre, no solamente lo da a conocer sino que lo convierte en el contenido de su revelación. Decir Padre es afirmar la revelación. Padre y Revelador son términos sinónimos. Ya en los Sinópticos dicha palabra es inseparable del acontecimiento salvador. Esto se acentúa más en el evangelio de Juan.

 

Lo que el Revelador nos comunica no puede ser una realidad distinta y, mucho menos, superior al Padre. El acontecimiento de la revelación se centra expresamente, y en última instancia, en el acontecimiento del Padre. Ahí está la peculiaridad del uso  que hace Jesús de una palabra, Padre, que, en su entidad semántica, era de uso frecuente. De ahí que la aceptación del Enviado, del Revelador, implica la misma actitud ante el Mitente, ante el Padre (Jn 15,23-24). Decir Padre es afirmar la revelación. Padre y Revelador expresan la misma realidad. Las dos afirmaciones son repetición de algo que ya hemos formulado y cuya insistencia se halla justificada porque manifiestan la especificidad del Dios bíblico-cristiano que implica, a su  vez, el ser mismo del cristiano.

 

Dios no es una unidad numérica, sino un intercambio de amor entre el Padre y el Hijo. Al principio era el Logos, el Verbo, es decir, la Palabra en sentido bíblico, una Palabra que, sin duda, es inmediatamente acción, porque sigue siendo “palabra”. Esta simple indicación modifica radicalmente el concepto que muchas veces se tiene de Dios. Si la Palabra pertenece a la esfera de Dios o es algo propio de Dios -el Logos es Dios mismo hablando-, esto significa que Dios no es una individualidad (aunque soberana y totalmente otra) cerrada en sí misma, sino un ser que es fuerza de expresión (y de expansión) de sí mismo, dualidad en lo único, y como tal fuente de revelación, vuelto a un tú que él mismo se ha dado. Podría decirse que Dios, según el prólogo del evangelio de san Juan, está en constante expansión de sí mismo.

 

En lenguaje teológico designamos por “revelación” la fuerza de expresión para con nosotros; pero este término podría entenderse como si se refiriera sólo al aspecto locutorio, sin que apareciera inmediatamente en él el aspecto de acogida, inherente a la relación que suscita la Palabra. El prólogo del evangelio de Juan podría ser calificado como “la historia de Dios revelándose” o “expresándose”; pero, ¿no sería más exacto afirmar “la historia de Dios comunicándose?” Entramos así en el misterio de Aquel que es por esencia la revelación viva y constructiva llamada amor.

 

En un momento determinado de la historia Dios se expresó, se comunicó en un hombre como nosotros (de forma más enigmática, y más eficaz para los intereses humanos, como lo hizo en la gran expansión original de la creación primera). Por eso, el acontecimiento salvífico tiene sus raíces más profundas en la unión más íntima del Padre y del Hijo. Y esto tiene su justificación fundamental en el amor. Todo el amor del Padre se concentra en el Hijo; él es absolutamente el mediador del amor. En el evangelio de Juan apenas se habla del amor del Hijo al Padre; en cambio, se acentúa constantemente el amor de Jesús a aquellos que el Padre le ha dado,  a sus “amigos”, que tienen el mismo Dios y Padre que Jesús (Jn 20,17).

 

Celebrando el misterio del Dios tridimensional, no hemos hecho referencia alguna al Espíritu. No se nos ha olvidado. Lo que había ocurrido es que el Espíritu es una realidad implícita en todo el misterio mencionado. Para adentrarnos en el misterio del reino de Dios es necesaria la fuerza del Espíritu o su poder fecundante para que, como en la primera creación el hombre se convirtió en ser vivo mediante el soplo del espíritu, ocurra lo mismo en la segunda creación, en la obra realizada por Cristo.

 

La acción del Espíritu Santo es la fuerza motriz que da sentido, fundamento y la finalidad adecuada al Dios hablando. El Logos es Dios hablando; el Espíritu es la potencia personal de infinita densidad creadora de comunión y de vida en el misterio de Dios y en él interrelaciona con él el del hombre: “Aquel a quien Dios ha enviado transmite las palabras de Dios, pues Dios le ha comunicadoplenamente su Espíritu” (Jn 3,34). Tan implícito se halla el Espíritu en el misterio del Dios tridimensional que Pablo, a veces, identifica al Hijo con el Espíritu (2Co 3,17: “Pues el Señor es Espíritu”).

 

El Espíritu Paráclito será el encargado de descubrir e interpretar toda la densidad del misterio de la paternidad original única, plenamente realizada en una filiación original única, que van ordenadas desde el principio a la participación por parte de los hombres a los que Dios ama profundamente. La comunión divina original, el intercambio de amor entre el Padre y el Hijo, se convierte en el paradigma de la vida de la comunidad cristiana.

 

El evangelista ha tenido un gran acierto al presentar el amor de Dios como la causa determinante del envío de su Hijo a nuestro mundo. Era absolutamente necesario para clarificar las cosas. Inmediatamente antes del texto evangélico que nos corresponde comentar nos es presentada la figura del Hijo del hombre que, como hizo Moisés con la serpiente en el desierto, tiene que ser levantado(3,14). El Hijo del hombre tiene casi siempre la connotación de una figura “judicial”; debe llevar a cabo el juicio. Este aspecto ha sido prácticamente eliminado en el evangelio de Juan. Queda un vestigio de este aspecto en un solo texto (5,27). Fuera de este texto esta figura misteriosa del “Hijo del hombre” ha sido joanizada: ha sido pasada del terreno “judicial” al de “la mediación”: El Hijo del hombre es el Mediador entre Dios y los hombres.

 

Este cambio de planteamiento en el tema del juicio, vinculado a la nueva “especialidad” del Hijo del hombre, se halla desarrollado en la forma como el evangelio, en este pasaje que estamos comentando, nos lo presenta. Debe ser entendido como una evaluación continua o progresiva. Esta expresión surgió en el campo de la pedagogía y es aplicada, preferentemente, en el mundo de la docencia.  Presupone unos alumnos a los que el profesor debe conocer y evaluar. La confrontación entre el discípulo y el maestro puede hacerse de dos formas: o jugándoselo todo a una carta en el momento último del curso, o jugando cartas sucesivas a lo largo del mismo: aplicación, comportamiento, actitud activa o pasiva, asimilación de la materia, constancia en el trabajo, seriedad en la asistencia a clase....

 

El otro sistema, el que ha prevalecido casi siempre hasta ahora, es el del examen final. Todo depende de él. El curso se arriesga en los minutos que dura el examen y en la suerte con que aparezcan los temas. Una mala suerte o el hecho de “quedarse en blanco” haría peligrar gravemente el curso.Preferible el sistema de la evaluación constante, progresiva o continua porque un traspiés en el último momento no varía sustancialmente la evaluación alcanzada a lo largo del año académico.

 

El “último día”, creado por los apocalípticos judíos, en el que todos nos reuniríamos en un lugar para llevar a cabo el juicio “a pública subasta” ha sido sustituido de forma radical. Hoy hablamos deactualidad y presencia; aquel acontecimiento supuestamente futuro se adelanta al momento presente. Pero no menos importante es el criterio según el cual se llevará a efecto el juicio: la fe. El que cree no es juzgado, el que no cree ya está juzgado. Precisamente por no haber creído en el Hijo de Dios, en su Enviado, como la prueba máxima de su amor. Se acentúa, pues, la fe en el aquí y ahora. El juicio ha comenzado. Está realizándose por la actitud y decisión humanas. Actitud humana y la correspondiente decisión, que es descrita desde el simbolismo de la luz y las tinieblas.

 

Jesús no vino para juzgar al mundo. Naturalmente, cuando se habla así del juicio, se entiende un juicio en el sentido de condenación. Jesús vino como salvador. El hombre que lo acepta, mediante la fe, como quien en realidad es, no será condenado. Junto a esta afirmación fundamental, hay que recordar asimismo que Jesús también vino para juzgar (9,39), porque el no creyente, quien no lo acepta como el Revelador, el Hijo de Dios, el Hijo del hombre, se condena a sí mismo al rechazar la salvación que le ha sido ofrecida.

 

Luz y tinieblas. Uno de los binomios antitéticos que caracterizan el cuarto evangelio. Pero en Juan -al contrario de lo que ocurre en el mundo circundante- la antítesis no indica las dos partes integrantes de un dualismo absoluto, metafísico. Debe  hablarse,  más  bien,  de un dualismo moral.  Porque,  de hecho, la antítesis -no recogida en el pasaje del evangelio que hoy comentamos; se halla en el versículo siguiente al que cierra la unidad literaria de hoy- es utilizada para describir la decisión ante la que es  colocada todo hombre: decisión por Dios o contra él. Una actitud de decisión que se halla en la raíz misma de la misión de Jesús (puede verse el texto de 8,12).

 

La presencia de Jesús divide inevitablemente a los hombres en dos grupos: los que vienen a la luz, porque se deciden por Dios y por su Enviado, y los que prefieren las tinieblas, aquellos que rechazan o dejan al margen a Dios y a su Enviado. Y esta actitud, como hemos visto y leemos en el texto del evangelio de hoy, es la que decide la suerte del hombre.

 

La segunda lectura ha sido considerada, a veces, como una fórmula litúrgica aplicable al final de cualquier unidad literaria (segunda lectura). Estaría suficientemente justificado considerarla así. No obstante, creemos que, al final de la carta, lo que hace Pablo es abrir su corazón recurriendo para ello a su experiencia personal: su experiencia de Dios a través de Cristo. Por eso lo primero que menciona es la gracia de Cristo. La comunión del Espíritu Santo se refiere a la participación de los creyentes en él. La doctrina de la Trinidad es la doctrina de Dios expresada en la vida terrena de Cristo e iluminada desde la luz del Espíritu gracias a la cual  se pone de relieve  la paternidad divina o a Dios como Padre (Rm 8,7ss.15ss).

 

Felipe F. Ramos

Lectoral