TIEMPO ORDINARIO, Domingo XII

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Jr 20,10-13.
2ª lectura: Rm 5,12-15.
3ª lectura: Mt 10, 24-33.

 

El texto de Jeremías nos introduce en una de las páginas más impresionantes, significativas y estremecedoras de la literatura profética (primera lectura). El profeta se siente invadido por Dios y, como tal, se ve obligado a ser el portador digno de su palabra. Pero, con frecuencia, la palabra de Dios resulta molesta para sus destinatarios, especialmente para aquellos que se sienten cómodos a la sombra de los que tienen el poder en sus manos. Sería conveniente silenciar aquella voz. Como lo harían posteriormente con la voz denunciadora del Maestro.  

Jeremías había sido seducido por Yahvé y él se había dejado seducir (20,7). Ello le convirtió en objetivo despreciable y condenable. El profeta se sintió asaltado por todas partes. No le dejaron ni aire para respirar; le metieron en un pozo sin agua, pero lleno de fango que le llegaba hasta el cuello. Naturalmente que sintió la tentación de la huida, del abandono de aquella tarea ingrata que Yahvé le había encomendado. Pero su decisión inquebrantable le mantuvo fiel a su vocación; logró la paz interior; sintió la presión del poder irresistible de Yahvé y no tuvo capacidad para renunciar a su misión. Su desvalimiento se halla en manos de Dios; su debilidad encuentra vigor porque la defensa que le sostiene es  el poder de Dios a quien imagina como guerrero invencible.

 

Digamos, a modo de síntesis de esta introducción, que Jeremías no fue profeta por propio deseo, sino por su respuesta generosa a la voluntad de Dios que le confió este ministerio: “Tú me sedujiste, ¡oh Yahvé!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido. Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el mundo... Y aunque me dije: No pensaré más en ello, no volveré a hablar en su nombre, es dentro de mí como fuego abrasador, que siento dentro de mis huesos, que no puedo contener y no puedo soportar”.

 

El evangelio nos sitúa en la misma trayectoria de la valentía para su anuncio. Es Dios quien impulsa a sus enviados (tercera lectura). El discípulo y el maestro. Manifestación de lo oculto. El castigo del cuerpo y el del alma. Providencia especial de Dios. El defensor será defendido. Cinco manifestaciones, sentencias o logia. Demostración práctica de la pedagogía del Maestro en su enseñanza. Jesús recurrió frecuentemente al proverbio o a la sabiduría proverbial para expresar sus pensamientos. El evangelio que hoy nos corresponde comentar nos ofrece una ejemplo magnífico. Jesús utilizó con frecuencia esta forma de enseñanza, de tal modo que buena parte de su predicación le presenta como “maestro de la sabiduría”.

 

La relación de Jesús con sus discípulos difiere radicalmente de la existente entre un rabino y los suyos. Jesús exigía una adhesión personal más completa; ésta podía llegar al abandono de los seres más queridos (Mt 10,37ss; Lc 14,26ss); a renunciar a la casa y a no tener dónde reclinar la cabeza, que es lo mismo; creaba una situación terminal: el discípulo no podía pensar siquiera en llegar un día a ser maestro; sería discípulo siempre; su discipulado tiene como característica  la permanencia; en sus cálculos no deben figurar las aspiraciones de la así llamada ”la carrera eclesiástica”.

 

Aquí se hallan unidas estrechamente las palabras de Jesús sobre la suerte que correrían los discípulos con la experiencia que sus seguidores estaban sufriendo. La unidad literaria del evangelio de hoy presupone otros dos versículos, de los que es sumamente importante partir para una mejor comprensión de la sección que nos ofrece la liturgia: en ella se establece la suerte paralela que deben correr los discípulos y el maestro. El judaísmo oficial había declarado la guerra al cristianismo en el concilio de Jamnia o Jabne, cerca de Tel Aviv, allá por los años 70 y había impuesto a los “auténticos” judíos la obligación de denunciar y perseguir a todos aquellos que se habían hecho cristianos o eran sus simpatizantes. Esto explica que las persecuciones enfrentasen entre sí, a veces, a los miembros más queridos dentro de la misma familia. El evangelista alerta a los cristianos para que consideren su fe como el bien supremo. Ante él se debe renunciar incluso a la vida para poseer la Vida.

 

El discípulo de Jesús no puede verse sorprendido ante la incomprensión, la dificultad e incluso la persecución. Fue el destino del Maestro y el discípulo no puede esperar mejor suerte. Se trata de un proverbio. Lo singular del mismo está en su aplicación a Jesús y a sus discípulos. El proverbio “maestro-discípulo” se halla precisado y completado por el del “señor-siervo”. Frente a sus discípulos Jesús no es sólo el Maestro -como podían serlo los rabinos o cualquier otro maestro  frente a sus discípulos- sino que también es su Señor. Esto establece una nueva relación que se halla incluida en la primera confesión de fe cristiana: “Jesús es el Señor” y que continúa entre nosotros con el reconocimiento del señorío de Cristo y con la necesidad, por nuestra parte, de aceptar y cumplir su voluntad.

 

Otra característica de los discípulos de Jesús frente a los de los rabinos: éstos dedicaban todo su esfuerzo a transmitir con exactitud matemática la doctrina del rabino o del maestro, palabra por palabra. El mejor discípulo era aquel que podía repetir de memoria todas y cada una de las palabras del maestro. El NT es el mejor testimonio de que ésta no era la preocupación máxima de los discípulos de Jesús. Los evangelios no son fruto de una memorización magnetofónica de lo dicho y hecho por Jesús. De ahí que raras veces puedan reconstruirse las mismísimas palabras de Jesús (las así llamadas “ipsissima verba Jesu”). Los discípulos de Jesús no estaban preocupados por repetir palabra por palabra la enseñanza de Jesús. Ellos nos transmitieron su voz, su contenido, los relatos de su enseñanza, de su vida, de su pasión, muerte y resurrección. Y, además, con el esfuerzo de una adaptación e interpretación exigida por los oyentes o lectores. Lo que hoy se ha dado en llamar “inculturación”, que ojalá no se quedase en una bella palabra.

 

El discípulo debe correr la misma suerte que el maestro. ¿A qué se refiere esta segunda parte del proverbio? La vida de Jesús fue entrega, servicio (Jn 13,16). El proverbio inculcaría, por tanto, a los discípulos su responsabilidad en el servicio a los demás. Es más que probable que la referencia ponga de relieve la incomprensión y persecuciones de que será objeto el discípulo, como también lo fue el Maestro. Ya hablamos de ello más arriba. El insulto recibido por el dueño de la casa, que fue llamado Beelcebul, nos orienta en este último sentido. Beelcebul, cuya interpretación vulgar y despectiva significaba “el dios de las moscas”, era, en realidad, el dios ugarítico de la fecundidad. Era llamado “príncipe, señor de la tierra” y “príncipe, rey”. En todo caso sería un dios extranjero incompatible con la fe israelita. Téngase en cuenta que los miembros de la familia corren la misma suerte que el padre: los discípulos de Jesús constituyen su familia, le pertenecen. Insistiremos sobre ello más abajo.

 

Otro proverbio anuncia que lo oculto será dado a conocer. Normalmente se aplica para expresar el deseo de que permanezca oculta alguna acción que no queremos que se sepa; el divulgarla redundaría en perjuicio de quien la hizo; le quitaría la fama. En nuestro caso, el proverbio es aplicado en sentido opuesto: el evangelio, al principio, era algo oculto, arcaico, misterioso y casi invisible; algo que debía mantenerse en secreto; conocido de pocos y con las precauciones necesarias para no desatar la persecución  contra las personas que lo habían aceptado. El Maestro quería decir a sus discípulos que esta situación no debía desanimarlos, porque no sería duradera. Un día se daría a conocer al mundo entero: “sería predicado desde las terrazas” (era la megafonía de mayor alcance). Cuando el evangelio fue puesto por escrito ya había derribado muchas fronteras; había dejado de ser algo ocurrido en un rincón (Hch 26,26); además del color judío de sus vestidos se había adornado del colorido más vivo del mundo griego.

 

Las palabras de Jesús habían anticipado una realidad que se había convertido en experiencia vivida por aquellos que nos dejaron por escrito el evangelio, el NT. Más aún, se habían convertido en motivo de esperanza y de alegría. Al fin y al cabo lo peor que le puede ocurrir a una persona es la muerte. Pero, más importante que la muerte del cuerpo es la del alma. Esta es la terminología que se ha convertido en habitual entre nosotros desde hace siglos. Y, sin embargo, es una terminología anticristiana. El alma y el cuerpo separados no son la persona. En todo caso habría que hablar del cuerpo animado o “almado”, aunque este último calificativo no haya sido autorizado por nuestros diccionarios. El cuerpo no es el hombre ni tampoco lo es el alma.

 

El hombre es cuerpo animado o alma corporeizada; yo soy yo, es decir, mi yo es tanto el cuerpo como el alma; el cuerpo es tan para el alma y el alma tan para el cuerpo que, cuando se separan, no queda hombre; quedarán otras cosas, pero hombre no queda. Algo así como cuando se separan el hidrógeno y el oxígeno del agua: quedarán dos gases, pero el agua como tal habrá desaparecido. Cristo no fue dualista; hablaba del hombre, de la vida del hombre, del ser del hombre, considerado siempre como una unidad. Jesucristo nunca habla del alma, siempre habla de la Vida: “¿No vale más vuestra vida...?” (Mt 6,25). “El que quiera conservar su vida...” (Mc 8,35).

 

Yo soy un ser viviente, un yo; no soy alma y cuerpo. Claro que esta terminología es utilizada también por Jesús y es utilizable, por tanto, desde el punto de vista metodológico, no desde el punto de vista filosófico: “No temáis al que puede matar el cuerpo, pero no puede matar el alma; temed, más bien, al que puede hacer que el alma y el cuerpo vayan a parar a la gehenna” (Mt 10,28). Evidentemente la utilización a la que Jesús recurre en esta ocasión es eminentemente metodológica. Y al fuego eterno no manda, en la parábola de la auditoría final, a los suyos, sino a las personas egoístas, no a su cuerpo o a su alma (Mt 25,31-46).

 

En el AT, el alma (= nephes, en hebreo) significa la vida; la vida unida al cuerpo ha sustituido al aliento en cuanto principio vital; como los cuerpos animales ella se convierte en cadáver; también ella muere y, por tanto, puede afirmarse que abandona al hombre sin que se diga adónde va; simplemente desaparece;  Teniendo en cuenta el significado de la sangre como principio de la vida, se puede afirmar que la sangre es el alma (una prueba bien rudimentaria es que cuando alguien se desangra muere). En el pensamiento israelita -lo mismo que en el entorno del mundo primitivo- quien pierde la sangre pierde el alma. No existe diferencia alguna entre el principio espiritual y su aparición corporal.

 

Acostumbramos a decir que, más importante que la muerte del cuerpo es la del alma. De lo dicho anteriormente se impone una identificación y se condena la separación del alma y del cuerpo. En cualquier caso los hombres no pueden quitar la vida propiamente dicha. Esto sólo puede hacerlo Dios. Y, por supuesto, no lo hace con aquellos que le aman, que le temen. El temor de Dios debe hacer superar el temor de los hombres. Pero no olvidemos que también el temor de Dios es una actitud cristiana (pueden verse algunos textos como Hch 9,31; Rm 11,20; 2Co 7,1; Flp 2,12; 1Pe 1,17; 2,17).

 

El temor de Dios, ya en los salmos, indica servicio, amor, una actitud y una vivencia profundamente religiosa: indica la obediencia a la voluntad de Dios. El que teme a Dios le conoce. Todo conocimiento recto de Dios nace de la obediencia. El principio de todo "conocimiento de Dios es el encuentro con él", (Sal 111,10). Cierto que no es una actitud última; debe ser asumido en la actitud de relación filial, la del amor; en modo alguno debe confundirse con el miedo; es una buena base sobre la que debe asentarse toda la vida cristiana. El aliento que se infunde a los discípulos busca otra comparación: la de los pájaros. Vosotros valéis más que ellos. Vosotros pertenecéis a la familia de Jesús, a la familia de Dios.

 

El ser de la familia de Jesús obliga a mantener la fe en él y a manifestarle, sin avergonzarse ante los hombres. Quien se avergüence de ello, queda excluido de la familia de Jesús. Jesús no puede considerarlo como hermano y, en definitiva, Dios no será su Padre. Confesión que equivale a la afirmación de que Cristo, el crucificado-resucitado, es el Señor de la vida. Hacer Señor de la vida a un  crucificado cae en el absurdo a no ser mirándolo desde la fe. Confesión que es afirmación de lo hecho por Dios en Cristo para la salud del hombre. Y alabanza por ello.

 

La reflexión de Pablo (segunda lectura) es una de las más profundas y controvertidas de todo su epistolario. Expondremos con la brevedad posible lo esencial de sus afirmaciones. Pablo no enseña la doctrina del pecado original, tal como ha sido expuesta tradicionalmente. El célebre texto que nos pone delante la liturgia de hoy no es una afirmación, sino una comparación. El punto de partida de la misma es la doctrina judía sobre la eficacia universal del pecado de uno solo. Pablo se apoya en dicha concepción para salir al paso de la dificultad que se le podía poner en el tema de la eficacia universal de la obra de Cristo y de su gracia. ¿Cómo podía la obra de uno beneficiar a todos? La respuesta de Pablo es la siguiente: ¿No defendéis vosotros que el pecado de uno solo ha dañado a la humanidad entera?. Pues también la gracia de uno solo puede beneficiar a todos. La comparación es clara, teniendo delante la frase del verso 12: es un anacoluto, cuya segunda parte hay que buscarla en los versículos siguientes, que hablan de la gracia de uno solo. Lo relativo al pecado de uno solo está escrito en contrapunto: pretende destacar la gracia de uno solo.

 

La afirmación principal y la enseñanza paulina propiamente dicha del célebre texto de 5,12ss tiene su centro de gravedad en “el don, el don gratuito, el don de la justicia, la gracia, la gracia de Jesucristo, la sobreabundancia de la gracia,  la justificación de la vida, la vida eterna por nuestro Señor Jesucristo”. Estas “ocho” expresiones cumulativas -Pablo no encuentra más palabras para describir el aspecto positivo de la acción de UNO solo- constituyen el centro de gravedad de la enseñanza del Apóstol. Esta es la afirmación fundamental. Junto a ella se afirma también que el hombre es el único responsable de la situación de culpabilidad en que se debate la humanidad. En este sentido fue el hombre quien introdujo el pecado en el mundo.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral