TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXXIV, Jesucristo Rey del Universo

 

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ez 34 11-12. 15-17
2ª lectura: 1Co 15,20-26a. 28
3ª lectura: Mt 25, 31-46

 

Desde los reyes sumerios del tercer milenio, los dirigentes o guías del Oriente se consideraban a sí mismos como los pastores de su pueblo. Así es llamado Hammurabi (s. 18 a.C); el mismo título se da a Asurbanipal (s.7 a.C.) y la Biblia se lo aplica a Ciro, fundador del reino de Persia (a. 559-529). Estos grandes personajes de la historia antigua ostentan este título en cuanto representantes de la divinidad respectiva de sus pueblos. El verdadero pastor era su dios (primera lectura).

 

Esto significa que el baremo para medir la categoría de dichos “pastores” era la relación que mantenían con su pueblo. En el pueblo de Israel, aquellos que, en lugar de vivir a su servicio, se habían servido de él, lo explotaban, lo oprimían, lo gobernaban teniendo en cuenta sus intereses, los pactos de los que podían sacar provecho... no habían sido verdaderos pastores sino explotadores que los habían llevado a la mayor convulsión política y espiritual: al destierro babilónico.

 

Apoyado en una imagen tan frecuente en Israel para designarlo como pueblo de Dios (1R 22,17; Is 44,28; Jr 20,20; 23,1-6; Mi 5.5). Yahvé se decide, a eliminar de la dirección de su rebaño a aquellos ganapanes que habían traicionado su ministerio. Será él mismo quien los pastoree: “cuidaré y reuniré a mis ovejas” (Ez 34,10ss); realizará un nuevo éxodo haciendo que el pueblo disperso vuelva a su tierra (Ez 34,12-13). Él mismo se pondrá a la cabeza de su rebaño. ¿Cómo lo hará? La historia posterior nos lo aclarará de forma perfecta en la alegoría del Buen Pastor (Jn 10).

 

Una vez que ha aparecido el verdadero Pastor, el rebaño se constituirá como tal por la actitud que las ovejas de su pueblo y de todos los pueblos tomen ante él (tercera lectura).  La intención de Jesús al pronunciar esta parábola o este discurso parabólico profetizando el futuro último no era describir en sí mismo los acontecimientos finales que afectarán a todos los hombres. La enseñanza del discurso parabólico no se centra en esos sucesos extraordinarios. Jesús los tiene en cuenta -el que crea en ellos o no es otra cuestión- y parte de ellos para inculcar a los hombres la preparación necesaria para superar con éxito la prueba final. Pretende, al mismo tiempo, poner de relieve el significado central de su persona. Los hombres serán juzgados por su actitud ante ella.

 

El Hijo del hombre se presenta con sus ángeles, que le acompañan y sirven. En el AT (Za 14,5) y en la apocalíptica judía, aparece Dios con sus santos, es decir, con sus ángeles. Jesús se presenta, pues, realizando las profecías antiguas y, al mismo tiempo, con la categoría y autoridad que lo hacía Dios en el AT. El mismo trono de gloria en el que tomará asiento simboliza el poder divino. Los ángeles tienen por misión reunir en torno al trono de gloria del Hijo del hombre a todas las gentes.

 

Los buenos son colocados a la derecha y los malos a la izquierda. Ya proverbialmente la derecha y la izquierda designan el lugar de la suerte o de la desgracia, respectivamente. La derecha significaba también el lugar de precedencia honorífica. Esta colocación a la derecha o a la izquierda supone ya el juicio realizado. Nada se nos dice acerca del modo como tiene lugar. No se describe el juicio propiamente dicho. A continuación se pronuncia solamente la sentencia judicial y las razones que la han motivado. El Hijo del hombre se manifiesta como el rey, e invita a los de su derecha aentrar en posesión del Reino, preparado para ellos desde el principio del mundo. Los motivos alegados, y que justifican esta recepción en el reino del Hijo del hombre, son enumerados a continuación. Todos ellos se reducen a obras de caridad hechas  a los “hermanos menores de Jesús” (v.40).

 

Esta única motivación nos resulta desconcertante. Sobre todo si lo consideramos dentro del cuadro general de la predicación. Durante su vida, Jesús habló insistentemente de otras condiciones indispensables para pertenecer al Reino, para salvarse: la conversión y la fe en el evangelio (Mc 1, 15); el no avergonzarse y dar testimonio de él ante los hombres (Mc 8,38): los mandamientos del decálogo (Mt 19,17-º9; Mc 10,19); el precepto del amor a Dios (Lc 10,27-28); la pureza del corazón (Mt 5,8); la humildad, veracidad, espíritu infantil, renuncia a los bienes y vínculos terrenos (Mt 10,37; Mc 10,15); llevar la cruz (Mt 10,38); el espíritu dispuesto incluso al martirio (Mt 10,19) y, en particular, las bienaventuranzas con sus exigencias respectivas.

 

¿Prescinde en el momento supremo de todas estas cosas para fijarse en las obras de caridad por razón de la excepcional importancia que las daba el judaísmo?. La enumeración no es  exclusiva, sino inclusiva. Incluye dentro del conjunto de motivos los indicados en la sentencia judicial. De este modo pone de relieve la importancia preponderante que tiene para él el precepto del amor, manifestado precisamente en esas obras. No excluye los otros. Más bien los supone

La parábola que estamos exponiendo, y que consideramos como la auditoría  absolutamente objetiva de la vida del hombre, no describe ni el fin del mundo ni el juicio último. Jesús no se detuvo a calcular por anticipado el tiempo y el lugar de la manifestación futura del reino de Dios. Jesús no hizo cálculos ni observaciones sobre los períodos o épocas del mundo. En la predicación sobria de Jesús se abandonan esas cuestiones típicamente apocalípticas. La llegada del reino de Dios no se deja descubrir en signos sensacionalistas, poderosos y terribles: “El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: Vedlo aquí o allá, porque el reino de Dios ya está dentro de vosotros” (Lc 17,20-21). El futuro de Dios es salvación para quien sepa tomar el ahora como el presente de Dios y como la hora de la salvación.  Es juicio para quien no acepte el hoy de Dios y se aferre a su propio presente, lo mismo que a su pasado y a sus sueños personales con respecto al futuro.

 

La venida del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo es una imagen que nos introduce en el mundo de lo divino. Pero, ¿cuándo tendrá lugar ese acontecimiento?. A sus contemporáneos les obligaba a pensar  en un tiempo más o menos lejano, en un suceso remoto e impredecible, que no podía servir de consuelo ni de argumento para nadie, ni para los discípulos de Jesús ni para sus enemigos. Y ahí está justamente la contradicción, porque “la visión del Hijo del hombre sentado  a la derecha  del Poder y viniendo  sobre las nubes  del cielo” (Mc 14,62, como dijo Jesús al sumo sacerdote en el proceso de su condenación) tendrá lugar, como afirman tanto Mateo como Lucas,desde ahora (Mt 26,64; Lc 22,69). Lo que comienza “desde ahora” es el reino de Cristo. Iniciado con su venida en “la plenitud de los tiempos” (Ga 4,4) llega a su perfección con su “sesión a la derecha del Padre y con su venida sobre las nubes del cielo”. En ellas alcanza su perfección y plenitud “el reino de Cristo”. “Desde ahora” comienza su realización en el mundo a través de la iglesia, en cuanto instrumento del mismo en el mundo.

 

Esto significa, teniendo en cuenta el texto de Mc 14,62, que la realidad última, el reino de Dios, ha entrado en la historia y que Jesús asume el papel “escatológico” del Hijo del hombre. Lo absoluto, lo “totalmente otro”, ha penetrado en el espacio y en el tiempo. Y así como el reino de Dios y el Hijo del hombre han llegado -sin esperar al clásico fin del mundo y el juicio universal- así también ha llegado el juicio existencial, dependiente de la actitud del hombre ante dicha realidad divina y la bienaventuranza.

 

La venida del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo “a partir de ahora” es sinónima de la venida de Dios. Ahora bien, el cómputo divino del tiempo no coincide con el de la cronología humana. En Dios no hay un antes ni un después. Lo mismo ocurre con la venida del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo “a partir de ahora”. Vino, viene y vendrá. Y esta venida permanente, coincidente con el “hoy” de Dios, se cronologuiza y se personaliza en el encuentro del hombre con él y en su actitud y opción por él o contra él. Lo único seguro anunciado por Jesús en esta cuestión es la venida del reino de Dios. Y esto significa una posibilidad de gracia o de juicio, de bienaventuranza o desdicha, dependientes de la actitud del hombre ante el Reino.

 

Últimamente ha sido destacada la figura del Hijo del hombre como una personalidadcorporativa, que culminaría las representaciones ensayadas a lo largo del AT: “el resto”, “el siervo de Yahvé”, el “yo” de los salmos y, finalmente, el Hijo del hombre. El Hijo del hombre sería, de forma parecida al siervo de Yahvé, una figura ideal que representaría al reino de Dios en la tierra en un pueblo dedicado totalmente al rey celeste.

 

El inconveniente, grave por otro lado, es que cuando los evangelios hablan del Hijo del hombre designan a Jesús. La respuesta a esta restricción la tendríamos en la suerte que corrió el ministerio profético de Jesús. Su misión fue crear al Hijo del hombre, el reino de los santos del Altísimo (Dn 7,13ss), realizar en Israel el ideal de contenido en dicho término. Esta finalidad fue intentada de dos formas: primero, en su llamada pública al pueblo por medio de las parábolas y de su predicación y por la misión de los discípulos y, ante su deserción en Getsemaní, quedó él sólo, encarnando en su propia persona la respuesta humana perfecta a las pretensiones de Dios.

 

La persona de Jesús es representativa, inclusiva, incorporativa. Entre los protagonistas de la parábola del juicio final (Mt 25,31-46) el Hijo del hombre suele ser identificado con el rey. Así lo hemos hecho nosotros, teniendo en cuenta la identificación del Hijo del hombre con el rey y con Jesucristo. Pero desde las consideraciones precedentes y sin dividir la persona de Jesús, podría afirmarse que el Hijo del hombre es el cuerpo del que Jesús es la cabeza. Los “hermanos míos más pequeños”, “estos pequeños” (,v 40. 45) son los miembros unidos al Hijo del hombre. Este es, por tanto, una figura colectiva. “Los hermanos míos más pequeños...” son los cristianos y, en particular, los misioneros o mensajeros. Lo que hicieron a ellos se lo hicieron a Cristo. Esto significaría que el juicio se realiza no sólo ante Cristo sino también ante aquellos que le pertenecen, que forman la comunidad con él y por él llamada Hijo del hombre.

 

En su teología del NT J. Jeremías recoge la misma terminología y afirma que el Hijo del hombre es una entidad o una personalidad corporativa. La Epifanía del Hijo  del hombre   introduce el comienzo  de  los  “días del Hijo del hombre” (Lc 17,22) en los que él ejerce “poder, gloria y señorío”; “todos los pueblos, naciones y lenguas habrán de servirle; su reino es un reino eterno, que nunca será destruido” (Dn 7,17). Como Soberano universal, él es cabeza y representante del nuevo pueblo de Dios. Los suyos participan en su reinado (Lc 22,32; Mt 19,28/ Lc 22,28.30b).

 

Los pastos abundantes y frescos que el Pastor ofrecerá a su rebaño se llaman resurrección y vida. (segunda lectura). Existe tal conexión entre nuestra resurrección y la de Cristo, que negar la primera equivale a rechazar la segunda. La resurrección de los muertos comenzó con la de Cristo. A partir de la resurrección de Cristo, la de los cristianos se le impone a Pablo como algo evidente (1Co 15,12). El Apóstol destaca los aspectos siguientes, que ahora nos conviene recoger aquí.

 

Cristo es nuestro salvador en la medida en que ha vencido a la muerte; en la medida en que es el nuevo Adán, que ofrece a sus descendientes una vida total, en la que la muerte haya sido superada (1Co 15, 21-28). El tema de la resurrección debe verse, por tanto, enmarcado en el cuadro más amplio de la victoria de la vida sobre la muerte, victoria que conseguiría el futuro salvador escatológico, según la promesa del AT. De ahí que Pablo escriba con absoluta seguridad: Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren (1Co 15,20).

 

En cuanto al modo de la resurrección, se impone la más absoluta sobriedad: Resucitaremos con los mismos cuerpos y almas que tuvimos. La expresión, hoy al menos, acentúa la identidad del “yo” resucitado con el yo muerto. En modo alguno la igualdad exterior. Tendremos un cuerpo espiritual(1Co 15,44). Un cuerpo “espiritual” sencillamente no es imaginable. A no ser que pensemos en el cuerpo resucitado de Cristo. Es el único punto de referencia, pero, al no ser controlable, no sirve de mucho para nuestra representación. Las explicaciones y comparaciones sólo son orientativas: será un cuerpo inmortal, incorruptible, regido por unas leyes biológicas y fisiológicas distintas de las actuales... Un cuerpo transfigurado, resucitado, glorificado... como el de Cristo cuya “corporeidad resucitada” sencillamente no es imaginable, porque es una nueva creación, que escapa a la que nosotros conocemos.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral