SEMANA SANTA, Martes Santo

Compañía inservible: Mc 32-42. “El agoniza y los discípulos duermen”.

La gran tentación. La escena de Getsemaní refleja la gran tentación del Maestro. Lo había anticipado el evangelista Lucas al final de la escena de “las tentaciones”: “Acabado todo género de tentaciones, el diablo se retiró de él hasta el tiempo determinado” (Lc 4,13). Inevitablemente, el tiempo determinado, sin excluir otros, fue el de la pasión. Es en este momento cuando Jesús necesita y busca la compañía confortante de los discípulos. La tentación es tan fuerte que preferiría estar muerto. Esto es lo que significa la frase: “Triste está mi alma hasta la muerte” o “Siento una tristeza mortal”. Es la tentación del temor y la angustia; la tentación del abandono de Dios, de considerarse olvidado de él y dejado a su propia suerte: “Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Mas para esto he venido yo a esta hora!.

El autor de la carta a los Hebreos expresa así los sentimientos experimentados en aquella “hora”: “Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas  con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor” (Hebr 5,7). Fue escuchado por su reverencial temor porque la hora suprema culminó en la resurrección. En eso consistió la audición del Padre. Pero la “hora” o el “cáliz” no pudo eludirlos. Y fue precisamente en ese momento, cuando más lo necesitaba, cuando le fallaron los discípulos. El les había elegido “para que estuviesen con él” (Mc 3,14; naturalmente no sólo en ese momento, pero cuanto tenían que aprender de él pasaba por este momento cruel)

Jesús se ve envuelto en el manto negro de la tentación y reaccionó ante ella con absoluta normalidad, como lo hubiera hecho cualquiera  de nosotros. Estamos muy lejos del heroísmo estoico con que son adornados los mártires en la literatura judía y cristiana. Jesús sufre hasta no poder más. Tiene miedo y angustia. Jesús no es ningún superhombre. Se hizo semejante en todo a nosotros, menos en el pecado (Hebr 2,17-17; 4,15: “No es nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado”).

La oración de Jesús. Jesús acude a la oración como único refugio seguro. Marcos afirma y describe primero la oración de Jesús de forma indirecta. Después la define y reproduce poniéndola directamente en labios de Jesús. La importancia excepcional de esta oración está en que nadie antes de él y nadie después de él se atrevió a dirigirse a Dios utilizando la palabra “Abba”, que pertenece al género balbuceante del niño que comienza a pronunciar sus primeras palabras. Aunque también sea utilizada por el hijo adulto cuando se dirige a su padre. Designa expresamente la paternidad sin la cual no experimentaríamos nuestra filiación. Cuando Jesús utiliza la palabra “Abba” y nos la enseña a pronunciar a nosotros nos está comunicando la revelación más profunda y tierna de la paternidad divina, por un lado, y de nuestra filiación, por otra. Dios es nuestro Abba. Además, esto demuestra, entre otras cosas, la clara conciencia de Jesús de mantener una posición única en relación con Dios, en la que se distingue de todos los demás hombres. En dicha distinción va incluido también el acercamiento.

La palabra “Abba” es una de las “mismísimas” palabras de Jesús. Esta oración de Jesús es como una parábola en acción, que nos ofrece su propia experiencia personal y la de sus discípulos, enseñándonos a llamar padre a Dios, introduciéndoles en el misterio de la filiación divina, sometiéndose incondicionalmente a su voluntad soberana, aceptando plenamente sus planes y caminos incomprensibles, que se realizan en el hombre muy por encima de sus propios cálculos.

La hora del cáliz. Aquella “hora” horroriza a Jesús, pero no puede eludirla. Precisamente aquella hora era la que justificaba su venida a nuestro mundo (Jn 12,27). Desearía evitarla por su natural repugnancia al sufrimiento, pero él está plenamente abierto a la voluntad del Padre. La “hora” indica el momento supremo en el que debe cumplir dicha voluntad del Padre. El vocablo mismo procede de la apocalíptica en la que la palabra “hora” es aplicada para designar el momento de la consumación, el último día, en el que Dios intervendría de forma definitiva, a favor de su pueblo.

El “cáliz” o la copa amarga simboliza también una suerte adversa cargada de intenso dolor. La copa de vino, tomada de la mano de Yahvé, era signo de juicio negativo, de castigo y maldición para los impíos; para Israel, una vez superado el castigo temporal, equivalía al consuelo de la gracia. El judaísmo tardío  acentúa el primero de los dos aspectos aplicados a la infidelidad de los sacerdotes y de los dirigentes de Israel. Nosotros estamos acostumbrados a hablar y a recibir el cáliz de bendición: “Tomaré el cáliz de la salud e invocaré el nombre de Yahvé” (Sal 115,13). Pero el cáliz designa también el furor, el castigo y la ira de Yahvé: “Despierta, despierta, levántate, Jerusalén, tú que has bebido de la mano de Yahvé el cáliz de su ira; tú que has apurado hasta las heces el cáliz de vértigo” Is 51,17). “El Señor, Dios de Israel, me dijo: Toma de mi mano esta copa embriagadora y dásela a beber a todas las naciones a las que yo te envío, para que beban y se tambaleen y deliren ante la espada que yo voy a mandar en medio de ellos” (Jer 25,15-16). El cáliz o la copa amarga, embriagadora, perturbadora, simboliza una suerte adversa cargada de intenso dolor.

El Espíritu y la carne. Jesús amonesta seriamente a los discípulos a la vigilancia. Los términos “vigilancia”, “hora”, “tentación” son frecuentemente utilizados con referencia a los “últimos días”. De este modo se está diciendo a los discípulos que comienza el tiempo de la gran decisión”.  A pesar de ello los discípulos de Jesus  no veían lo que se estaba iniciando en aquel momento. Probablemente se refiere Jesús a esta falta de sensibilidad y de comprensión de los discípulos cuando se dirige a ellos, con fina ironía, diciéndoles: ¡Dormid y descansad!, para añadir a continuación: “Ha llegado la hora... el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores”.

Jesús da una razón que justifica su amonestación o mandato a la vigilancia: “El espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Normalmente esta frase se ha entendido refiriendo el “espíritu” a los buenos deseos, la buena voluntad, incluso el alma en contraposición al cuerpo con sus debilidades. Ni Jesús ni el evangelista piensan en eso. Cuando hablan del “espíritu” se refieren a Dios y a su mundo. La “carne”, por el contrario, indica el mundo de los hombres con sus posibilidades y limitaciones. Por tanto, lo que se contrapone en la afirmación de Jesús no es el alma ni el cuerpo, sino a Dios, su palabra, su gracia y su elección -que son firmes, estables e incondicionales- con la debilidad del hombre al que van dirigidas. La vigilancia se inculca como absolutamente necesaria para superar esta debilidad natural.

Felipe F. Ramos

Lectoral