SEMANA SANTA, Miércoles Santo

Lealtad traicionada: Mc.14,43-52 .“Beso traidor y desbandada general”.

El cerco implacable levantado en torno a Jesús se cerraba más cada vez. Había vivido la última temporada en auténtico estado de sitio. Había sido dada contra él la orden de búsqueda y captura. Incluso había sido puesto precio a su cabeza. Los dirigentes judíos habían echado un bando que imponía a todo el pueblo la grave obligación de manifestarles cualquier tipo de pistas sobre el paradero de Jesús. Del resto se encargarían ellos. Era una cuestión de Estado el silenciar aquella voz, obstaculizar su palabra, hacerla callar para siempre.

El beso de Judas. La detención de Jesús fue un modelo perfecto de improvisación. Los agentes del orden marchan en perfecto desorden. Van “en grupo” o en tropel. Unos debidamente armados, con espadas, pertenecientes sin duda a la guardia militar del templo; otros con lo primero que encontraron a mano, sin armas, con palos o garrotes, procedentes muy probablemente del servicio personal de los sumos sacerdotes. Todos ellos capitaneados por Judas. Sin embargo, el cuarto evangelio nos habla expresamente de la participación de Roma en el arresto y en la muerte de Jesús (Jn 18,3.12: hablan de la tropa romana, la cohorte, o de un piquete seleccionado para el caso).

Aunque no estemos siguiendo el hilo del relato tal como nos es presentado en el evangelio de Juan, creemos importante una pequeña digresión basada en los datos que él nos proporciona. Una de sus peculiaridades es la mención de la cohorte, que era un destacameno de soldados romanos. La expresión griega correspondiente puede designar una unidad militar compuesta por 600 o por 200 hombres.  En cualquiera de los dos casos esta constatación se ha convertido en una dificultad insalvable para aceptar la verosimilitud de la escena narrada por Juan.  No es admisible que fuesen enviados tantos soldados para detener a un hombre que, políticamente, no era peligroso y no llevaba armas. La cohorte pudo haber quedado reducida a un “piquete” reclutado de entre la cohorte romana en cuestión. Ya en otra ocasión la habían utilizado (Jn 7,32.44-46).

Lo más importante de la mención de la cohorte romana es,sin duda, que ella nos habla inequívocamente del colaboracionismo de Roma con la Sinagoga en la eliminación de Jesús. Y, aunque no pueda demostrarse de forma contundente, eso es lo más probable. El movimiento suscitado por Jesús podía alterar el orden público. Ante la simple posibilidad de que esto ocurriese Roma intervenía inmediatamente y con dureza. Por otra parte, a los dirigentes judíos no les costaría mucho convencer a los representantes de Roma para que lo hiciesen.

Las incongruencias del relato se explican fácilmente teniendo en cuenta que, junto a Jesús, Judas constituye un auténtico centro de interés para el evangelista. Probablemente fue Judas el causante principal de todo aquel desorden e improvisación al anunciar a los dirigentes judíos que aquél era el momento oportuno para llevar a cabo su plan.

El beso de Judas, como contraseña, también sorprende. Entre los que fueron a detener a Jesús, ¿no había nadie que lo conociese?  Las palabras que luego les dirige el Maestro contradicen este presupuesto. Por otra parte, ¿por qué un beso? La palabra se repite dos veces. Añadamos el silencio de Jesús en el momento de ser besado por Judas, que en Mateo y en Lucas se convierten en amigable recriminación (Mt 26,49-50; Lc 22,48-49: en la contraseña del beso Jesús le llama “amigo”). Estamos ante un cuadro impresionante e impresionista. Con estas descripciones se pretende expresar su actitud interna: que era uno de los doce, que había vivido muy cerca de Jesús. Ahora, sin ninguna clase de explicación, sin haber dialogado con Jesús sobre sus posibles dudas y problemas para seguir el camino emprendido, le “entrega” a los pecadores (Mc 14,41).

Medidas ridículas. Las medidas de seguridad tomadas por los dirigentes del plan son presentadas intencionadamente en abierto contraste con la inutilidad de las mismas. Dichas medidas no eran necesarias. Todo el evangelio de Marcos, particularmente a partir de la primera predicción de la pasión (8,31), está ordenado a este momento. Jesús se pone en marcha hacia Jerusalén; emprende el camino del sufrimiento y de la pasión por propia iniciativa; sabía que le había llegado la hora de ser entregado a los pecadores (Mc 14,41).

Todos estos datos del evangelio ponen de relieve la ridiculez de las medidas tomadas para apoderarse de Jesús “con engaño y darle muerte”. ¡Mandan a un batallón para detener a un hombre desarmado! Desde esta misma perspectiva debe valorarse el gesto de uno de los presentes que desenvaina la espada para defender a Jesús. ¡Y qué espada! Con ella logró cortar una oreja. ¿Sería de juguete? Este gesto de defensa de Jesús pretende acentuar el absoluto desamparo defensivo por parte del Maestro.

Sólo ante el peligro. Jesús es el gran abandonado. Esta afirmación constituye como el centro de gravedad de nuestro relato. Huyen todos. Se pone de manifiesto el tremendo abismo que separa a Jesús de todos los demás; de Judas, que le había traicionado con un beso repugnante; de los demás discípulos, que huyen sin despedirse ni mirar atrás, por si acaso; del defensor arrogante que maneja torpemente la espada, demostrando así la ineficacia de la defensa. Jesús permanece sólo ante el peligro.

La eficacia de la obra salvadora de Jesús no depende de que las cosas ocurrieran puntualmente así. No depende del cómo ocurrieron, sino de que realmente ocurrieron. Se acentúa que todas las explicaciones y medidas humanas eran ridículas, porque el fondo de la cuestión era completamente distinto: se trataba de una historia singular determinada por el plan salvador de Dios. Por eso son citadas, de modo genérico, las Escrituras.

Jesús se dirige aparentemente a los guardias y a la gente del tropel que le detenían. En realidad se dirige a los responsables del plan, con los que se había enfrentado directamente en sus enseñanzas y con su vida. Esto, a su vez, hace destacar, una vez más que los hilos de aquella historia singular, la de Jesús de Nazaret, no estaban manejados por los dirigentes judíos. Detrás y más allá de ellos, el auténtico mentor de tan peculiar suceso era Dios mismo.

En este momento la soledad del Hijo del hombre es total. También la anécdota última del joven cubierto con una sábana y que huyó desnudo cuando trataron de apoderarse de él, está al servicio de esta idea. Con ello se indica, sin duda, que aquel joven era discípulo de Jesús, que después perteneció a la comunidad cristiana. Ante el grito de “sálvese quien pueda” Jesús queda totalmente solo. La curiosidad de aquel joven por ver de cerca la marcha de los acontecimientos, de los que él estaba al tanto, terminó también en huida.

Felipe F. Ramos

Lectoral