PASCUA, Pentecostés

Evangelio, I: Jn 20, 19-23,

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban  los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos; en esto entró Jesús, se puso en medio de ellos  y les dijo: Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y  el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.

Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.

Comentario:  La Pascua de aquel año fue especialmente generosa. En ella se constituyó la familia de Dios. Para ello era necesario que un miembro de nuestra raza, especialmente representativo de la misma, Jesús de Nazaret, fuese elevado al mismo nivel de Dios: “El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios” (Mc 16,19). Es el indicador perfecto de nuestro destino. Nosotros pertenecemos a la familia de Dios en la medida en que participamos de la vida de Aquel que ha sido elevado hasta el nivel de Dios, que está sentado a la derecha de Dios. Evidentemente que esto no se realiza mágicamente. El hombre Jesús de Nazaret alcanzó esa inimaginable altura por el impulso de la fuerza personal irresistible, que nosotros llamamos Espíritu Santo, Principio vivificante y dador de Vida.

San Pablo lo entendió muy bien, lo experimentó profundamente y lo formuló exactamente: Si el Espíritu de quien resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, por medio de su Espíritu, que habita en vosotros (Rom 8,11). Pentecostés es la culminación, el perfeccionamiento más acabado de la Pascua. Era día de alegría  incontenida por la cosecha terminada y anticipo de la que se iniciaba con la nueva sementera. Nuestra Pascua es Cristo (1Cor 5,7). La “fuerza personal irresistible”, el “Principio vivificante”, creó la primera pascua y todas aquellas que, como consecuencia de la primera, seguirán a lo largo de la historia. El texto de Pablo no puede ser más claro.

El relato evangélico que hoy debemos comentar está pensado desde la dialéctica de la promesa-cumplimiento: Jesús había dicho: volveré a estar con vosotros (14,18); el evangelista constata: se presentó en medio de ellos (Jn 20,19);  Jesús había prometido: dentro de poco volveréis a verme (Jn 16,16ss); el evangelista afirma: los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor ( Jn 20,20); Jesús anunció: os enviaré el Espíritu (Jn 14,26; 15,26; 16,7ss), y tendréis paz (Jn 16,33); el evangelista recoge las palabras de Jesús: la paz con vosotros... y recibid el Espíritu Santo (20,21ss). Jesús afirmó: voy al Padre (Jn 14,12) y el evangelista se encarga de recoger otras palabras de Jesús que significan el cumplimiento de lo que había prometido: voy al Padre, que es también vuestro Padre (Jn 20,17).

Situado en medio de los discípulos lo primero que hace Jesús es identificarse aludiendo a los signos característicos de la pasión. Identificación entre el Crucificado y el Resucitado. Se trata de la misma persona que ya participa plenamente de la vida de Dios y, por consiguiente, se halla transfigurada (= en etera morfé, Mc 16,12; no en la forma humana sino en la divina; ver Fil  2,6-11)

De la identificación pasa al saludo: Paz a vosotros. Les desea la paz bíblica, que es la síntesis y concreción de los bienes mesiánicos y el cumplimiento de las aspiraciones de la Biblia y del judaísmo: el don de Dios, que garantiza la perfección y la seguridad del hombre; su bendición creadora de justicia y de un estado de bienestar material y espiritual; la salud completa; las relaciones amistosas con Dios y con los hombres; la paz venidera o escatológica: las óptimas relaciones del hombre con Dios y de los hombres entre sí, basadas en la plenitud de la gracia y de la verdad, de las que puede participar el hombre (Jn 1,16).Todo aquello de lo que el hombre tiene necesidad, en el nivel horizontal y en el vertical.

La verdadera causa de la alegría de los discípulos es la presencia del Resucitado. No es un sentimiento añadido a otros que, por diversas causas, el hombre pueda experimentar. La alegría de la que habla Jesús es la misma existencia cristiana, como se deduce de las afirmaciones del texto. Es la alegría del encuentro, pues sólo la experimentarán los discípulos. Se halla caracterizada por la permanencia: podrán renunciar voluntariamente a ella, pero nadie se la podrá quitar por la fuerza. Depende de “lo alto”, donde el mundo no tiene jurisdicción. La alegría cristiana es gracia, donación del Resucitado. Es iluminadora del misterio de Jesús y del de los discípulos, pues éstos  no tendrán que seguir haciendo preguntas.

Felipe F. Ramos

Lectoral