Tiempo ADVIENTO, Celebración I DOMINGO

 

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Jer 33,14-16
2ª lectura:1Tes 3,12-4,2
3ª lectura: Lc 21,25-28.34-35

Desilusión y tentación de abandono; anuncio de una realidad nueva; impulso estimulado por el amor. Acontecimientos destructores; inmovilismo enervante; el fuego del amor apagado. Esta triple constatación es la que se halla reflejada en las tres lecturas bíblicas del primer domingo de adviento. El profeta Jeremías (33,14-16: primera lectura) refleja los acontecimientos destructores de la esperanza. Aplastado el pueblo por una poderosa potencia extranjera y despiadada (destierro a Babilonia el año 587) se hallaba en una situación de recuperación precaria que hacía increíble la palabra de Dios pronunciada por el propio Jeremías (24,6-7) La situación del pueblo en medio de tanta oscuridad apaga sus ganas de vivir. Cunde la tentación de abandonar la herencia religiosa heredada. Piensa que es preferible vivir como los demás; creer únicamente en sí mismos. Vive en el desprestigio de una religión incapaz de resolver sus necesidades inmediatas.

La lectura breve de Jeremías es un oráculo esperanzador; sirve de estímulo para fortalecer a los desilusionados; enciende la luz en medio de las tinieblas; actualizan la palabra de Dios que cumplirá lo prometido; la historia iniciada culminará en un descendiente de David ( Jesús fue llamado hijo de David. En medio de  dificultades insalvables siempre se pensaba en David, el unificador y salvador del pueblo cuando todavía no existían más que tribus dispersas). Esto ocurrirá en “aquellos días”, en “el día” de Dios, que no conoce ocaso; en él brillará la justicia: la actividad salvífica de Dios. Lo ocurrido entonces es el común denominador permanente. Lo convertiremos en experiencia personal cuando nuestra fe, depurada de los condicionamientos histórico-sociales, descubra el verdadero rostro de Dios, de la salvación.

Esto nos lleva al segundo punto: el inmovilismo enervante (Lc 21,25-28. 34-35: tercera lectura). Hemos llamado así a la herejía del literalismo. No ocurrirá ninguna de las cosas anunciadas. El anuncio de todas las calamidades cósmicas y humanas debe ser tomado en sentido figurado; son imágenes y como tales deben ser entendidas; no indican por sí mismas ni el final del mundo ni de la historia y pretenden anunciar el cumplimiento de las esperanzas: toda la imaginería mencionada, y otros muchos signos más que habían sido añadidos por la apocalíptica son funcionales, anuncian la aparición de una realidad nueva gracias a la última y definitiva intervención de Dios en la historia, que hará aparecer “cielos nuevos y tierra nueva” (Is 65, 17). Para que parezca la nueva realidad –igualmente simbólica en su descripción, presentada como venida del cielo en la nube (Lc 21,27)- tiene que desaparecer la antigua, los cielos y la tierra “viejos”. Estamos repitiendo que las imágenes deben ser entendidas como tales, no en sentido literal. San Pablo expresa la misma realidad de forma muy distinta: De suerte que quien está en Cristo (quien es creyente) es una criatura nueva; pasaron “las cosas antiguas y aparecieron las nuevas (2Co 5,17).

Lo que viene como la esperanza de la humanidad se llama el Hijo del hombre. Tal como leemos esta designación en los evangelios es un título cristológico. Como tal título es fruto de la reflexión cristiana sobre la misión y actuación de Jesús: “El Hijo del hombre vino a servir y a dar su vida en rescate por muchos...” (bíblicamente es sinónimo de “todos”) (Mc 10,45). Pero en cuanto título cristológico debió tener una base o un punto de apoyo. Y creemos que así fue en el caso presente. En primer lugar, los seguidores de Jesús conocían las palabras que eran puestas en su boca y que eran atribuidas al Hijo del hombre, aunque ellos, en esa primera fase, no identificasen a Jesús como el Hijo del hombre. Jesús hablaba secretamente y utilizaba la expresión Hijo del hombre como un recurso para su ocultamiento. En un segundo momento, la expresión, que podía ser sinónima de pronombre personal, se convirtió en título gracias al peso que las palabras que le eran atribuidas al Hijo del hombre adquirieron a la luz de la Pascua. El continente o el molde ya existente se llevó de un contenido nuevo o se sacó a la luz pública lo que en el continente o molde se hallaba en su fase germinal.

Lo anunciado apocalípticamente para el futuro comienza a hacerse realidad en el presente. Pero este presente histórico es incapaz de contener todo el significado de lo absoluto. Por eso, las imágenes conservan su significado como símbolos de las realidades eternas, las cuales, aunque penetran en la historia, no se agotan nunca en ella. El Hijo del hombre ha venido, viene y vendrá. Estas formas de futuro son simples acomodaciones de lenguaje. El cómputo divino del tiempo no coincide con el de la cronología humana. En Dios no hay un antes ni un después. Lo mismo ocurre con la venida del Hijo del hombre en las nubes del cielo “a partir de ahora” (Mt 26,64; Lc 22,69). Vino, viene y vendrá. Y esta venida permanente coincide con el “hoy” de Dios, se cronologuiza y se personaliza en el encuentro del hombre con él, y en su actitud y opción por él o en su contra.

El juicio final o el tiempo último es intemporal. Se temporaliza en el decurso del devenir humano y de la historia individual. Lo único seguro  anunciado por Jesús en esta cuestión es la venida del reino de Dios. Las formas de su venida y el cuándo de la misma son presentadas recurriendo al módulo de las realidades humanas. Jesús, con su presencia y con todo lo que ella significa, incluida su resurrección, convirtió en realidad el eón o el mundo nuevo, el reino de Dios. Una posibilidad de gracia o de juicio, de bienaventuranza o desdicha, dependientes de la actitud del hombre ante el Reino. La venida del Hijo del hombre es la garantía de la redención. En esta afirmación culmina el mensaje de confianza y de esperanza dirigido a los discípulos. A diferencia de las actitudes medrosas, cobardes e incluso angustiosas de “los otros” los discípulos fieles se mantienen con la cabeza erguida ante la presencia del juez salvador.

Nuestra pequeña sección, en su tercera parte, habla de las exigencias ético-morales. Con la vista puesta en el Hijo del hombre los discípulos deben ser conscientes de que el juez salvador requiere de ellos la sobriedad necesaria con vistas a “aquel día”. Los discípulos no deben estar atados con los lazos de este mundo, ya que no esperan que se hagan realidad sus promesas seductoras, sino al Hijo del hombre, a Jesús, que aparecerá de forma inesperada y que quiere que los suyos están esperándolo.

El tercer momento, el del fuego del amor apagado, corre a cargo de san Pablo (segunda lectura, 1Tes 3,12-4,2). Lo pone de relieve destacando tres puntos: Les anuncia su visita, que realizará más tarde (Hch 17,1). Mientras puede llegar hasta ellos con la ayuda de “Dios y Padre nuestro, y Jesús, nuestro Señor”, el Señor les hará crecer en el mutuo amor y servicio. La venida del Señor con sus santos para el juicio y la renovación del mundo, se convierte para los cristianos en el más fuerte estímulo para su santificación. Es una imagen más pictórica que doctrinal. Una escenificación que invita a la vigilancia. Pablo acude a ella  para acentuar la imprebisibilidad del adviento o venida triunfal de Dios en “el día del Señor”, que es el “día” de Cristo. En tercer lugar recurre a la fidelidad en la enseñanza que han recibido de él. Dicha enseñanza se fundamenta no tanto en su autoridad cuanto en el nombre y poder de Jesús, el Señor.

Felipe F. Ramos

Lectoral