Tiempo ADVIENTO, Celebración IV DOMINGO

 

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Mi 5,1-4a
2ª lectura: Hb 10,5-10
3ª lectura: Lc 1,39-45

Una vez más, la situación de opresión en que vive el pueblo de Dios hace que sus dirigentes proyecten su mirada hacia un futuro mejor. Miqueas, contemporáneo de Isaías, en el siglo octavo, hace que nuestra mirada se pose en Belén (primera lectura). Fuera de esta pequeña aldea, y tal vez porque de allí había surgido David, el gran unificador del pueblo disperso, estaba todo tan controlado por la potencia extranjera, que entonces era Asiria, que no había dónde mirar. Asiria invade el norte, conquista Samaría el año 722, y controla también el sur, Judá.. Nuestro profeta Miqueas se refugia en Jerusalén. Tampoco allí había seguridad. Pero allí recibe la palabra de Dios cargada, como siempre, de esperanza.

Orienta la mirada del pueblo hacia Belén. ¿Conocía los caminos de Dios? Como en los días antiguos de allí saldría el rey mesiánico. Ya sabemos que, del más pequeño de su familia, surgió el político más grande que unificó al antiguo pueblo de Dios, David. La figura del pastor adquirió el significado de guía-dirigente-salvador. La mirada hacia el pasado proyectó una luz esperanzadora hacia un futuro tan lejano que, en el cómputo divino, ya es presencia.

La esperanza irrumpe como realidad inminente en la Anunciación-Visitación (tercera lectura). El relato de esta última rompe, todo él, los moldes del pensamiento histórico e introduce en él los rasgos esenciales que le convierten en evangélico. María sabía muy bien lo que hacía. Ella había experimentado una extraordinaria intervención divina que la había desconcertado con el anuncio incomprensible de una presencia tan singular de Dios en ella, que tendía como final de la secuencia de sorpresas la aparición de un Niño excepcional. Se le había dado una señal, y nadie la había prohibido que comprobase la veracidad de la misma. La comprobación de la “señal” se convertiría, a su vez, en un “signo”, que podía orientarla en la comprensión del Niño que ya llevaba en las entrañas.

El viaje urgente no estaba justificado por la excelente delicadeza, expresión de la caridad suprema, del servicio que María debía ejercer con su pariente Isabel que, en su nueva circunstancia, sin duda alguna lo necesitaría. Así se ha afirmado muchas veces sin tener en cuenta lo que dice el texto evangélico: María permaneció con ella unos tres meses y luego regresó a su casa (Lc 1,56). Lucas no hubiese escrito este texto si hubiese pretendido subrayar la exquisita asistencia social que María iba a ejercer con su prima Isabel. Naturalmente que este necesario servicio no lo excluimos. Sólo afirmamos que no está ahí la razón  de un viaje tan repentinamente decidido y tan peligrosamente realizado. ¿Deja sola a su prima cuando más la necesitaba?

El viaje urgente convirtió la lejanía en presencia, en unificación. La finalidad del evangelista es unir a las dos futuras madres sobre la base del fruto de sus entrañas. Ambas alaban a Dios por la actividad salvífica realizada por su mediación. La presencia de María en Ein Karem, a 6 km. al oeste de Jerusalén, donde vivía Zacarías con su familia y desde donde se desplazaba con facilidad a la ciudad santa cuando le correspondía ejercer su ministerio sacerdotal                                         en el templo, duró tres meses. No espera a que Isabel dé a luz. El evangelista deja entrever al lector que se fije en la independencia de las familias: Zacarías, Isabel y Juan, por un lado,; José, María y Jesús, por otro.

Evidentemente que existe una intencionalidad teológica en la presentación de los dos tríos: el primero culminó la prehistoria, el AT y, con una admirable continuidad, da paso a la historia, al segundo, a la perfección de la misma o a la plenitud del tiempo. Los tres meses sirven de sosiego pacífico para la contemplación de la acción salvadora de su Dios. La acentuación teológica se manifiesta particularmente en palabras o en gestos sueltos intercalados a lo largo del relato. El saludo se halla cargado con la acción divina efectiva (como lo había experimentado María ante el saludo del ángel (Lc 1,28-29). De hecho produce una profunda conmoción en Isabel, que la experimentó por la reacción del niño en su seno y la plenitud del Espíritu que sintió en su interior y la hizo descubrir el misterio encerrado en María.

La confesión de María como la madre de mi Señor es la expresión de la fe cristiana. Responde a la verdad. Pero no a la verdad “histórica”. Isabel no pudo manifestar en aquel momento y con tanta perfección el contenido profundo de la fe cristiana. Su formulación presupone la resurrección de Jesús. La verdad teológica, lo ocurrido posteriormente, se traslada a estos orígenes tan incipientes del misterio cristiano. Y, en esta retrospección, la verdad teológica se convierte en verdad “histórica”. Lo que Isabel afirma es consecuencia de lo que se nos ha afirmado hasta aquí: el tiempo mesiánico ha llegado, aunque todavía no se haya hecho visible. Isabel tiene un cierto protagonismo  en esta llegada y el hijo que ha saltado en su interior está destinado por Dios para preparar los caminos del Señor: Caminará delante de él (del Señor, su Dios) revestido del espíritu y del poder de Elías, “para restablecer la concordia entre los padres y los hijos” e infundir en los contumaces la sabiduría de los justos, “preparando al Señor un pueblo debidamente dispuesto” (Lc 1,17).

Desde el punto de vista teológico tal vez mejor “bíblico”, Isabel y María se han abrazado en la misma fe. Es María la que ocupa el centro de la escena, no Isabel; pero está en el centro de la escena porque Dios la ha colocado en él dispensándola una dignidad y un “servicio” excepcionales; Isabel, por su parte, mucho mayor en edad que ella, se convierte en “signo” y en una confirmación de su fe. El salto del niño y el comentario en torno a él es la anticipación de la relación futura. El salto es el reconocimiento de que Jesús es el Señor (Lc 1,44: la bienaventuranza que Isabel dirige a María por su fe...). La alegría caracteriza la presencia o la proximidad del reino de Dios desde su aparición incipiente hasta su culminación gloriosa en la resurrección.

La reflexión serena y profunda del acontecimiento nos la ofrece la carta a los Hebreos (segunda lectura) en su reflexión sobre el Sal 40,6-8: “Tú, ¡oh Yahvé, Dios mío!, has multiplicado tus maravillas y tus trazas a favor nuestro. Yo quisiera cantarlas, hablar de ellas, pero sobrepasan todo número. No deseas tú el sacrificio y la ofrenda, pero me has dado oído abierto; no buscas el holocausto y el sacrificio expiatorio. Y me dije: ”Heme aquí; en el rollo de la Ley se escribió de mí...”

La palabra de Dios asegura que aquellos sacrificios no le agradaron. El Sal 40 se halla originariamente en labios de un devoto israelita que da gracias a Dios por haberle liberado “graciosamente” de sus desgracias. Este hombre, verdaderamente piadoso, ha caído en la cuenta de que la mejor forma de dar gracias a Dios es una entrega más personal y una exigencia más generosa para con Dios, mejor que cualquier clase de sacrificio ofrecidos en el templo.

Pero el salmo tiene un sentido más profundo, porque ¿quién era el que tenía que venir a este mundo? Evidentemente, el Mesías. Y como el Mesías no había venido todavía, el salmo debía ser interpretado como una profecía, con esencial referencia al futuro. Pone en su boca las palabras que él pronunciaría en el momento de su aparición en nuestra tierra.

“Me has preparado un cuerpo”. Esta traducción se halla en la línea de adaptación del salmo al Mesías. Responsable de la traducción fue la versión de los LXX, ya que el texto original decía: “me has dado un oído atento”. La nueva traducción “me has dado un cuerpo”, no hace más que ampliar el sentido original del texto: el que escucha atentamente la voz de Dios “con su oído” está dispuesto a cumplir su voluntad con todo el cuerpo (toda la persona) que Dios ha creado para él.

Se nos habla de la oblación del “cuerpo” y no de la sangre de Cristo. La palabra “cuerpo” se halla aquí motivada por la misma expresión del salmo: “me has preparado un cuerpo”. Y esta oblación extiende el ofertorio no sólo al momento de la encarnación –al entrar en este mundo- sino a la entrega de toda la vida al servicio de la voluntad de Dios. Entrega que culminó en la cruz. Tanto cuando se habla del “cuerpo” como cuando es mencionada la “sangre” la referencia se hace a la total auto-entrega de cristo.

Felipe F. Ramos

Lectoral