PASCUA, Domingo III

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Hch 5,27b-32. 40b-41
2ª lectura:  Ap 5,11-14

3ª lectura: Jn 21,1-19

El arresto y encarcelamiento de los apóstoles estaba en manos del sumo sacerdote, azuzado por el resto de la aristocracia sacerdotal, entre la que destacaban por su enemistad los saduceos. El examen de los cargos imputados corre a cargo del sanedrín, el senado legislativo, que entendía en lo relativo a la Ley y, particularmente, en lo que se refería a la dimensión religiosa de la misma (primera lectura).

 

El sumo sacerdote, en presencia del sanedrín, acusa a los apóstoles de dos cosas:desobediencia a las órdenes que les habían dado y difamación, al hacerles a ellos responsables de la muerte de Jesús. En primer lugar, han desobedecido sus órdenes (4,18-19). Habían despreciado la autoridad y, por ello, podían ser castigados según preveía el código legal judío. Lucas no concede importancia a esta acusación por ser excesivamente técnica. La aduce, para dar ocasión a Pedro, en su defensa, de exponer el principio básico desde el que debía valorarse aquella prohibición: la obediencia a Dios es superior a la debida a los hombres. Y ellos obedecen a Dios al aceptar y predicar lo que Dios hizo en Jesús a favor de los hombres.

 

Pedro, representante de los apóstoles, da más importancia a la segunda acusación, la de difamación, al imputarles la responsabilidad en la muerte de Jesús. Lo primero que llama la atención es la preocupación de los acusadores por no pronunciar siquiera el nombre de Jesús. Hablan de “ese hombre”. En segundo lugar tiene que reconocer que  ese “nombre” se está abriendo paso: toda la ciudad habla de él como consecuencia de la predicación apostólica. Era el reconocimiento y la glorificación de Jesús. Pero esto significaba, al mismo tiempo, la condenación de quienes le habían dado muerte.

 

Lucas, el narrador de Hechos, aprovecha la ocasión para presentar el kerygma cristiano en sus rasgos originales: muerte-resurrección de Jesús; lo que vosotros hicisteis (lo matasteis) y lo que hizo Dios (el lo resucitó); Dios ha constituido a “ese hombre” en príncipe y salvador. Príncipe en el sentido de jefe y capitán del nuevo pueblo, al estilo de como lo fue Moisés del antiguo. La defensa de Pedro termina presentándose –en unión con los demás apóstoles, por eso utiliza el “nosotros”- como testigo ocular del evangelio que predica.

 

El encuentro con el Resucitado lo presenta con más serenidad y belleza el evangelio (tercera lectura). Los andamios utilizados para la construcción ofrecen escasas variantes. Sin embargo, los edificios que surgen a su vera pueden ser magníficos y muy diferentes. Con esta constatación pretendemos tener un punto de referencia para acercarnos al evangelio de hoy. En la tradición sinóptica la narración de la pesca milagrosa nos la refiere únicamente el evangelista Lucas (5,1-12), que hace de ella un relato de vocación. Para lograrlo menciona una serie de rasgos que únicamente tienen la finalidad de poner de relieve esta idea dominante. Los mencionaremos más abajo. La misma escena, en el evangelio de Juan, se convierte en una mini-eclesiología o un breve tratado sobre la Iglesia.

 

Notemos una serie de aspectos, que la separan del resto del evangelio: Como  el evangelio había terminado en el capítulo anterior, (en 20, 30-31), (que debe ser considerado como una verdadera frase conclusiva), éste comienza de forma abrupta y sin conexión alguna con el anterior; el silencio sobre los hijos del Zebedeo, tan cuidadosamente guardado en todo el evangelio, se rompe nada más comenzar la narración; la fe en el Resucitado era ya tan segura que sobraban ulteriores demostraciones; sin embargo, aquí se nos narra otra aparición con la misma finalidad de afianzar a los discípulos en dicha fe; las apariciones del Resucitado habían tenido lugar en Jerusalén; ahora, sin dar explicación alguna y sin hablar de desplazamiento de los discípulos, se nos cuenta ésta en Galilea; el concepto de misión, tan importante en el evangelio de Juan, y de la que los discípulos han recibido ya el encargo (Jn 20, 21), es reemplazado aquí por el lenguaje simbólico de la pesca, sin antecedentes en este evangelio.

 

La primera parte del capítulo utiliza el lenguaje simbólico y tiene carácter de signo. Baste pensar que los discípulos son siete: cuatro pertenecen al  círculo de los Doce y tres a “los otros”. El número siete es símbolo de plenitud y de totalidad. Esto significa que la “pesca” debe correr a cargo de toda la Iglesia. La pesca milagrosa simboliza la misión de la Iglesia. Así se deduce de una serie de rasgos como la unión del signo con el discurso: Pedro es el pastor de la Iglesia universal; en ella el discípulo amado tiene su propio carisma (este aspecto se desarrolla en la segunda parte del cap. y no ha sido tomado por la liturgia del día).

 

La aparición del Resucitado es presentada sobre el andamiaje de una pesca milagrosa, que ilumina la promesa que había hecho Jesús a los discípulos en el momento  de  la  vocación:  Os  haré pescadores  de  hombres

(Lc 5,1-11; Mc 1,17). La resurrección de Jesús es la que hizo posible la existencia de la comunidad y la misión que le es encomendada. Se afirma, además, que el éxito de la misión cristiana no depende del esfuerzo humano, sino de la presencia viva del Señor en ella.

 

La red que no se rompe acentúa la capacidad de la Iglesia para recibir en su seno a todos los hombres, por muy distinta que sea su mentalidad y cultura. No hay excepción. Debe notarse la diferencia en relación con el relato paralelo de Lucas: las redes se rompían y las barcas se hundían. Con estos datos  trata Lucas de magnificar el milagro de Jesús. Juan, por el contrario, intenta poner de relieve la unidad de la Iglesia, compuesta por muchas iglesias y pueblos, y creada por el Resucitado.

 

El número de ciento cincuenta y tres peces simboliza la plenitud y la universalidad. Es unnúmero triangular, que resulta de la suma de todos los anteriores (1+ 2 + 3 + 4 +5 +6...) hasta llegar al diecisiete. El número diecisiete no es número bíblico, pero sí lo son el diez y el siete: ambos simbolizan lo que acabamos de decir.

 

Debe destacarse también el simbolismo de Pedro: Jesús había mandado a todos los discípulos que sacasen los peces a tierra. En lugar de ellos aparece Pedro (Jn 21, 11). Mediante esta acción se presenta a Pedro como la cabeza de la misión de la Iglesia, que lleva al Señor todo el éxito del trabajo de los siete. Se simboliza, por tanto, la unión de todas las iglesias en Pedro, que lleva a Cristo.

 

Para la comida hay preparado un pan y un pez. En el relato de la multiplicación de los panes (Jn 6,1-13) se habla de cinco panes y dos peces. La comida es la misma. En ambos casos Jesús tomó el pan y el pez y se lo repartió. La referencia a la eucaristía es evidente.

 

La pesca en alta mar, en el mundo, adquiere todo su sentido desde la otra orilla donde está el Señor. Él no se mezcla directamente en el trabajo apostólico. Lo estimula desde dentro, desde la eficacia de su presencia oculta.

 

El himno debido al Cordero (segunda lectura) es presentado como una sinfonía de innumerables voces, que entran en el conjunto de la obra cuando el Director se refiere mediante la ordenación de su batuta a cada uno de los distintos coros. Y lo hace teniendo en cuenta su cercanía al trono. Nos corresponde escuchar al segundo coro: El segundo círculo que se suma a la alabanza es el de los ángeles. Ellos se unen  al himno de la alabanza anterior (los cuatro vivientes y los 24 ancianos). Es su participación activa en la gran liturgia celeste. Eran cientos y cientos, miles y miles. Según la angelología de la época los ángeles eran mucho más numerosos de lo que puede imaginar la mente humana. El Vidente pone en sus bocas todo aquello que el Cordero es digno de recibir: el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Siete términos que expresan la plenitud de los atributos divinos. Una plenitud que se halla simbolizada en el número siete. La diferencia entre los diversos atributos enumerados resulta difícil de precisar. Con su mención se simboliza todo aquello que el hombre está obligado a reconocer en Dios.

 

Lo que se celebra litúrgicamente aquí abajo continúa allá arriba, pero con mayor perfección. El culto se dirige a Dios como creador y a Cristo como redentor. El Cordero “inmolado”, por su íntima unión con Dios, recibe por parte de sus adoradores el mismo culto que únicamente es debido a Dios.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral