PASCUA, La Ascensión

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Hcho1,1-8
2ª lectura: Ef 1,17-23

3ª lectura: Lc 24,46-53

 

En la introducción del libro de los Hechos de los Apóstoles se nos dice que el tiempo nuevo que comienza debe ser considerado en conexión con el recientemente terminado y como su continuación (primera lectura). La introducción nos dice que el tiempo nuevo que comienza debe ser considerado en conexión con el recientemente terminado y como su continuación. El centro de gravedad es lo que Jesús hizo y enseñó (Lc 24,19). En estos términos se expresa adecuadamente  el concepto de la revelación, como nos recuerda el Vaticano II en la constitución Dei Verbum, sobre la divina revelación. A partir de la exaltación de Jesús comienza el tiempo de la Iglesia. Los cuarenta días significan el tiempo nuevo que comienza –una época nueva en la historia de la salvación- gracias a la convicción profunda de la presencia del Resucitado.

 

Después de una descripción sumaria de los cuarenta días, Lucas narra una escena que es el último diálogo de Jesús con sus discípulos. En este último encuentro les manda Jesús que no abandonen Jerusalén. Deben esperar allí la promesa del Padre o lo prometido por el Padre, es decir, la misión del Espíritu (Hch 2,32; Lc 24,49). Esta promesa tiene su fundamento en las palabras de Jesús, que recuerda  Hch 11,16, y que suponen que el Espíritu les será comunicado para que hable por su boca ante los tribunales a los que serán llevados (Mc 13, 11 y par.).

 

La pregunta de los discípulos está motivada no sólo por la falta de comprensión sobre la verdadera naturaleza del reino de Dios, sino, sobre todo, por la convicción generalizada de que la misión del Espíritu llevaba consigo la irrupción del tiempo último. Esta convicción  tenía como consecuencia  inmediata la esperanza de una parusía próxima. Las manifestaciones de Jesús son claras: toda especulación en torno a la proximidad del fin es antievangélica (la insistencia en  la necesidad de la vigilancia implica la ignorancia de la fecha y la imposibilidad de predecirla).

 

Glorificación. Exaltación. Resurrección. Ascensión. Las cuatro palabras expresan la misma realidad. Naturalmente que cada una de ellas se halla cargada con matices distintos. La última manifestación de Jesús en la tierra está centrada en el encargo de misión y en la presencia del Espíritu que actuará en ella y la hará posible. Acto seguido se narra la Ascensión de Jesús. Lo hace Lucas como si se tratase de un suceso físico y controlable,   comparable a  la ascensión de Elías (2R 2,9).

 

El relato de la Ascensión nos obliga a distinguir dos cosas bien distintas: el hecho en sí mismo,   que es el retorno o el camino de vuelta de Jesús al Padre  (Jn 16, 28) y es lo  esencial de la narración. Junto al hecho hay que acentuar el modo de describirlo. Éste se halla condicionado por la representación cosmológica de la época (el mundo era representado como una casa de tres pisos: la tierra, donde vive el hombre; el cielo o la morada de los dioses y el abismo o subsuelo, lugar de la habitación de los espíritus) y por la imaginería en uso: los vestidos blancos indican el mundo de lo divino; la nube simboliza la presencia y protección divinas. En todo caso no olvidemos que el  cómo o el modo como es narrada una cosa no cuestiona la realidad de la misma. Más aún, nuestro relato se caracteriza por una sobriedad extrema: no se concede espacio alguno a la fantasía ni a la imaginación desbordada que hubiese cargado de detalles poéticos la narración (puede compararse con la narración de la ascensión tal como la presenta el evangelio apócrifo de Pedro); se renuncia a describir los sentimientos de las personas que la presenciaron (como hace siempre la leyenda).

 

El objetivo de Lucas le hace renunciar a toda descripción fantástica del acontecimiento. Como cristiano responsable, e inspirado por Dios, lo que pretende es  ayudar a los lectores a que comprendan el sentido que Dios mismo quiere que den a su existencia cristiana. Por eso renuncia a describir los sentimientos íntimos de las personas allí reunidas; la impresión producida en ellos por la presencia de aquellos mensajeros celestes; los gestos o gesto de bendición de Jesús al irse de entre ellos; la envidia de aquella nube a la que le había sido concedido el privilegio de ser portadora de su Señor. Los discípulos nos son descritos desde el punto de vista de su relación con Jesús; son, más bien, representantes de la Iglesia, que deben entender el sentido profundo de la ascensión y de la parusía.

Nuestra concepción cosmológica del mundo ha experimentado un cambio muy profundo. Ciertamente no es la que tenían Lucas y sus contemporáneos. Este cambio, ¿autorizaría a negar el hecho descrito mediante el recurso a ella? Sólo la falta de inteligencia podría justificar esta conclusión. Lucas describe el camino de Jesús al Padre. Este hecho es el mismo en los tiempos de Lucas y en los nuestros. Las imágenes o medios utilizados están al servicio del hecho mismo, como el vestido se halla siempre al servicio de la persona. ¿Ganaría algo la Ascensión al utilizar para describirla los medios modernos recurriendo a los cohetes espaciales  o naves interplanetarias que harían más inteligible y fácil de comprender dicha ascensión? Los posibles medios modernos lograrían destruir el misterio de la ascensión, porque lo único que lograrían sería bajar el misterio al nivel de las posibilidades humanas. ¡El misterio habría desaparecido!.

 

La pregunta sobre cuándo tuvo lugar la ascensión es superflua. Siendo, como es, el retorno al Padre, la ascensión coincide con la resurrección. Los 40 días que introduce Lucas entre ellas (Hch 1,3) simbolizan el tiempo nuevo que comienza -una nueva época en la historia de la salvación- gracias a la convicción de la presencia del Resucitado. Toda la atención está centrada en el hecho de la ascensión (de una forma u otra, la palabra “cielo” es mencionada cuatro veces en tres versículos).

 

En esta última “conversación” de Jesús con sus discípulos desaparece el lenguaje enigmático, cesan las imposiciones del secreto en sus intervenciones importantes –el secreto mesiánico-, desaparece el recurso enigmático a la figura del Hijo del hombre para autodesignarse. Ahora afirma Jesús con toda claridad que es el Mesías; que la última fase tan dolorosa y decepcionante de su vida describía su prehistoria anunciada en la Escritura antigua y en su tierna infancia (Lc 2,29ss: en su presentación en el templo); que la pasión dolorosa culminaría en la vida gloriosa. El final de su vida se convertiría en el punto de partida de la Iglesia: la predicación cristiana, desde los orígenes, presentaría como el crucificado y el resucitado; como las arras y garantía inquebrantables de la gracia divina para todos aquellos que aceptan su llamada a la conversión.

 

El interés por el cuerpo resucitado de Jesús lo comparten además de Lucas, Juan, Mateo y Pablo. La convicción común del NT en esta cuestión  podemos formularla así: Jesús se encuentra con los suyos  como totalmente otrocomo el mismo; su corporeidad se ha independizado del tiempo y del espacio; no se halla limitado a la naturaleza; es ésta la que se halla sometida a él. Algunos rasgos sobre el  particular se  habían dejado apreciar durante  su  vida  terrena (Mc 6,48ss: marcha sobre las aguas y, en general, sus milagros). Lo verdaderamente nuevo es que ahora su vida y su propio ser están determinados de forma habitual por nuevas leyes. Pablo y Juan hablan de su cuerpo “glorioso” o revestido de “gloria”, es decir, de su pertenencia a Dios o a su mundo. El misterio de su corporeidad ni han querido ni han podido descifrarlo. Únicamente se han inclinado ante él. Les ha bastado el pensamiento de que el Crucificado vive y vivifica.

 

Esta afirmación última, que aparece como futura, tenía ya a sus espaldas una larga experiencia. Lo anunciado para después, había tenido lugar desde el principio. Pedro les respondió: “Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo para conseguir el perdón de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque vuestra es la promesa, y de vuestros hijos, y de todos los que están lejos y de cuantos llamará el Señor, nuestro Dios (Hch 2,38-39).

 

Ellos, convertidos ya en discípulos, eran testigos de primera mano de todo lo ocurrido comenzando por Jerusalén. Se menciona la ciudad santa porque en ella habían tenido lugar los acontecimientos decisivos y a ella habían sido vinculados. Además, porque en ella recibirían  o habían recibido ya la fuerza de lo alto. De esta forma Jesús se presenta como quien  encarga la misión, el que les encarga la misión y les da la fuerza necesaria para llevarla a cabo: el Espíritu. Su presencia se convierte en el inicio de la misión encomendada a la Iglesia. Los discípulos recibirán el Espíritu Santo (Hch 1,5) para ser los testigos de Jesús ante el mundo entero. Se trata de una promesa y de un mandato. Se está dando a la Iglesia el encargo de su trabajo específico. La Iglesia cristiana, tal como nos la presentan los Hechos, es una Iglesia esencialmente misionera. Esta misión al mundo rompe, ya desde ahora, el particularismo judío.

 

La despedida de Jesús acentúa, al mismo tiempo, la continuidad de presencia con los suyos; de ahí su bendición, que les garantiza la protección divina en el desarrollo de su misión; no significa ruptura, sino, al contrario, afianzamiento en la unión. El texto no puede ser más elocuente: “Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría”.

 

Pablo supone que los cristianos no han llegado al conocimiento perfecto del Dios  del Señor Jesucristo, el Padre de la gloria (segunda lectura). Para que puedan conocerlo pide para ellos elespíritu de Sabiduría y revelación. Es importante la petición del espíritu de Sabiduría. Es presentado como un poder que Dios envía al hombre y que crea en él diversas posibilidades y aptitudes (¿carismas?). A él se le yuxtapone la revelación, es decir, progreso de menor a mayor claridad, apertura hacia lo eterno. El espíritu de sabiduría y la revelación confluyen en la misma tarea, en un mayor conocimiento de Dios. El órgano de dicho conocimiento es “el ojo o los ojos del corazón”, es decir, el interior del hombre.

 

Entre el don de Dios y la apertura del corazón humano se encarna la gracia. Esta es descrita de muchas maneras: como el poder de Dios creador de la esperanza ya presente; la resurrección de Cristo, que se convierte en el medio a través del cual Dios actúa en los cristianos su señorío por encima de los principados y otros seres “espirituales”, en los que creían los contemporáneos de Pablo. En este señorío va incluido el ser Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia. No son los miembros los que componen al Cuerpo, es la Cabeza la que convierte a los miembros en Cuerpo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral