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Biblia y Liturgia III

Locución de Dios e inculturación.

 

“Me pregunto -decía E.Schillebeeckx- cómo ha surgido la palabra de la Biblia. Unos hombres la han consignado por escrito. Dios no ha “hablado”. Son los hombres los que hacen hablar a Dios, pero siempre con ocasión de unos acontecimientos concretos. La palabra de Dios es como una metáfora. Pero el pueblo de Israel interpretó su propia historia como una historia de la liberación por Dios. Esta interpretación está incorporada a la Biblia”.

 

Escuchamos el eco de estas mismas afirmaciones en la descripción siguiente: “La Biblia no es solamente enunciación de verdades. Es un mensaje dotado de una función de comunicación en un contexto determinado, un mensaje que lleva consigo un dinamismo de argumentación y de estrategia retórica” ( “Interpretación de la Biblia en la Iglesia” ,I, B,1). Faltaba, pues, hace un siglo una clara conciencia y una toma de consideración suficiente de la dimensión humana de la palabra de Dios, que antes que nada y siempre es “palabra de hombres sobre Dios”, recibida y aceptada por la comunidad como Palabra de Dios, es decir, huella y matriz de la Palabra de Dios”.

 

Esta consideración de la Biblia es la que exige su actualización, que la permite  continuar siendo fecunda a través de la diversidad de los tiempos para los hombres de cualquier cultura. Es el esfuerzo de la inculturación (“Interpretación de la Biblia en la Iglesia”,IV, B), que encarna la palabra de Dios en todos los terrenos, lugares y culturas. Sería blasfemo afirmar que la Biblia, en cuanto Palabra de Dios, tenga destinatarios privilegiados con una acepción discriminadora de personas. Esta consideración ignominiosa de la Biblia fue cortada de raíz mediante las palabras dirigidas por el Bautista a los que pensaban así: “Dios puede suscitar descendientes de Abrahán de estas mismas piedras” (Mt 3,9), por la predicación y conducta de Jesús y por las palabras de Pedro y Pablo: ”Comprendo en verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que es propicio a quien le teme y lleva una vida virtuosa, de cualquier nación que sea” (Hch 10,34-35; Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25; 1Pe 1,17).

 

Esta diversidad no es por lo demás jamás completa. Toda cultura auténtica, en efecto, es portadora, a su modo, de valores universales establecidos por Dios. El fundamento teológico de la inculturación es la convicción de fe, que la Palabra de Dios trasciende las culturas en las cuales se expresa, y tiene la capacidad de propagarse en otras culturas, de modo que pueda llegar a todas las personas humanas en el contexto cultural donde viven. Esta convicción emana de la Biblia misma que, desde el libro del Génesis, toma una orientación universal (Gen 1,27-28), la mantiene luego en la bendición a todos los pueblos gracias a Abrahán y a su descendencia (Gen 12,3; 18,18) y la confirma definitivamente extendiendo a “todas las naciones” la evangelización cristiana (Mt 28,18-20; Rom 4,16-17; Ef 3,6). Si el primer paso lo constituye la traducción de la Biblia a las diversas lenguas, ella debe continuar gracias a una interpretación que ponga el mensaje bíblico en relación más explícita con los modos de sentir, de pensar, de vivir y de expresarse, propios de la cultura local...

 

En el Oriente y el Occidente, la inculturación de la Biblia se ha efectuado desde los primeros siglos y ha manifestado una gran fecundidad. Pero no se la puede considerar, sin embargo, concluida. Hay que reanudarla constantemente, en relación con la continua evolución de las culturas. En los países de evangelización más reciente, el problema se presenta en términos diferentes. Los misioneros, en efecto, aportan inevitablemente la Palabra de Dios bajo la forma en la cual se ha inculturado en sus países de origen. Las nuevas Iglesias locales deben realizar grandes esfuerzos para pasar de esta forma extranjera de inculturación de la Biblia a otra forma, que corresponda a la cultura del propio país.

 

Felipe F. Ramos

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