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Biblia y Liturgia II

Infantilidad de los relatos bíblicos y relectura de los mismos.

 

Cuanto la Biblia nos descubre y nos describe -muchas veces al menos- nos resulta tan pueril, enigmático e increíble que difícilmente podemos resistir la tentación de archivarlo en el lugar reservado para los cuentos y fábulas que nos servían de entretenimiento y pasatiempo en los lejanos años de nuestra infancia. Cuando esto nos sucede debiéramos preguntarnos con toda la seriedad posible si conocemos las claves de su auténtica lectura. Sólo ellas nos descubrirán, junto a la diversión del relato infantil, la seriedad de un contenido tan denso y existencial que nos vemos envueltos inevitablemente en su esencial interpelación.

 

La impresión recibida de las lecturas bíblicas se ve frecuentemente confirmada por las disposiciones litúrgicas que nos sitúan en el mismo nivel de incomprensión que las anteriores. Resulta que las prescripciones litúrgicas nos prohíben la lectura de unos textos en determinadas ocasiones como si no fuesen provechosos para el espíritu o fuesen considerados como directamente perniciosos. Por ejemplo, leemos “Se prohíben todas las misas de difuntos, menos la exequial”; “Hoy no se puede utilizar el canon cuarto”; “Existe o no la obligación de recitar el credo o el gloria”: algo parecido ocurre con los distintos colores prescritos para las celebraciones litúrgicas. Los que en unas regiones simbolizan alegría, en otras son signo de tristeza... Esta clase de ordenanzas poco o nada tienen que ver con la necesidad de la actualización. Ni siquiera son comparables con las señales de tráfico que se hallan justificadas por la peligrosidad de mucha o poca velocidad; por el peligro de no observar lo que está mandado o prohibido. Dichas prescripciones o prohibiciones son válidas, a lo sumo, únicamente a nivel de especialistas en el tema.

 

Volver a leer un texto bíblico en circunstancias distintas a aquellas en las que fue compuesto. Eso es re-leer. De ahí vinieron las re-lecturas. La Biblia no se limitó a repetir el texto, lo releyó, introduciendo los cambios aconsejados por su dedicación a nuevos destinatarios. La relectura estaba exigida por los dos protagonistas de la Biblia: Dios y el hombre. Para que le hombre le entienda, Dios habla su propio lenguaje, y cuando el hombre no entiende, se vuelve a Dios para que se lo actualice.

 

La intercomunicación de Dios y el hombre la expresa la Biblia en la nueva lectura de los acontecimientos que interesan a ambos. Se hacen constantes relecturas de la palabra de Dios desde las nuevas circunstancias de la vida del pueblo. Ahí están las distintas lecturas hechas con módulo histórico, profético o poético, de la intervención liberadora de Dios a favor de aquel grupo de hebreos, que aspiraban a verse libres de su esclavitud en Egipto; distintas relecturas del  éxodo liberador;  de las plagas o signos de los tiempos que debían haber sido captados por el faraón opresor en orden a conceder la libertad a un pueblo esclavizado; de la conquista de la tierra, que unas veces es presentada como una marcha militar y otras -respondiendo con mayor objetividad a lo ocurrido- de forma lenta y progresiva; de la creación misma, presentada antropomórficamente, de forma catequética, con módulo mitológico o mediante el recurso a la poesía; relecturas diversas de la institución de la monarquía e incluso del profetismo; presentaciones diversas impuestas por la alianza y sus expresiones normativas en relación con los sectores pobres o empobrecidos de la sociedad... Se hicieron relecturas de todos aquellos temas en los que se expresan las relaciones entre Dios y el hombre y entre los miembros del pueblo de Dios.

 

El único Evangelio adquirió la forma cuádruple en la que ha llegado hasta nosotros. El género epistolar releyó desde muchos ángulos el misterio de Cristo. El evangelio de Juan expresa una lectura interpretativa de lo que Jesús dijo e hizo durante su vida a fin de explicitar su sentido para quienes viven bajo el impulso del Espíritu; una relectura en la que acepta categorías completamente nuevas, distintas a las existentes en los Sinópticos, y no utilizadas por Jesús. El cuarto evangelio no se limita a contar lo que Jesús dijo e hizo en el pasado, manteniéndose en la superficie de una historia irremediablemente periclitada. Lo que él pretende es que sus lectores perciban lo que  el  Cristo glorioso continúa diciendo y haciendo actualmente en la Iglesia a favor de los que creen en él. Y las otras dos formas del N.T, el libro de los Hechos y el Apocalipsis abundan en la misma idea que estamos exponiendo.

 

Si la Iglesia hubiese seguido la trayectoria bíblica no hubiese sentido nunca la necesidad de planear una “nueva” evangelización. Hubiese sido suficiente “evangelizar”, que es su tarea esencial. Lejos del  aferramiento servil  a las expresiones de su fe; evitando el historicismo arqueologizante del pasado -del que hoy hay que conservar únicamente lo que pertenece a la esencia del contenido revelado- y liberarse de un envoltorio puramente coyuntural; superando la tentación de confundir la fidelidad al pasado con la repetición del mismo, considerándolo como la expresión normativa universalmente válida en el tiempo y en el espacio. Si fueron necesarias las relecturas bíblicas, lo que hizo la Biblia misma, ¡cuánto más necesarias son las relecturas conciliares, dogmáticas, litúrgicas o morales.

 

Los textos bíblicos tienen un dinamismo interno, inherente al concepto de la palabra de Dios, que los va enriqueciendo, orientando hacia el futuro, cargándolos progresivamente con una gran densidad teológica hasta alcanzar un sentido muy distinto del que tuvieron en su origen. Como último ejemplo pongamos el del maná. Según las descripciones que hace del mismo el libro de los Números, era como la semilla del cilandro, su color como de bedelio... y tenía el sabor de pasta amasada con aceite (Num 11,7-9). Un manjar, por otra parte, nada exquisito, si nos atenemos al juicio de sus consumidores: “No hay pan ni agua y ya estamos hartos de este pan tan liviano” (Num 21,5).

 

Desde esta constatación, que tiene todas las garantías de originalidad, a la presentación que nos hace el libro de la Sabiduría sobre el maná, se ha recorrido un largo camino sobre el famoso manjar: “En cambio a tu pueblo le diste comida de ángeles; le mandaste del cielo pan preparado sin su trabajo, capaz de dar todos los deleites y de colmar todos los gustos... Y así, también entonces, tomando todas las formas, servían a tu largueza que todo lo sustenta, según los deseos de los necesitados. Para que los hijos que tú amas aprendiesen, Señor, que no es la variedad de frutos lo que sustenta al hombre, sino tu palabra, que mantiene a los que creen en ti” (Sab 16,21.25-26).

 

Aquel alimento, que provocaba fastidio en quienes tenían que comerlo por necesidad, llegó a convertirse, por obra y gracia de las relecturas, de las nuevas lecturas e interpretaciones dadas a lo largo de los siglos, en un pan del cielo que contenía en sí todo deleite: Panem de coelo praestitisti eis... Omne delectamentum in se habentem. Desde su punto de partida, y a través de múltiples relecturas, se convirtió en la base del más rico simbolismo, que utilizaría Jesús al presentarse como el pan de vida y el pan eucarístico (Jn 6,29-58). “No releen a Jesús con los ojos de los muertos”.

 

Felipe F. Ramos

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