TRIDUO PASCUAL, Sábado Santo
Jamás hombre alguno habló como éste. Asà respondió el piquete enviado por los judÃos para detener a Jesús cuando se presentaron a ellos sin haber podido cumplir su encargo (Jn 7, 46). Pero un dÃa sus palabras quedaron apagadas en el misterio de su boca muerta. Y en torno a la palabra silenciada, apagada, se produce un silencio estremecedor. ¿Qué hacer cuando la palabra se calla?. El antiguo pueblo de Dios se sintió profundamente convulsionado cuando Dios dejó de hablar. Estaban convencidos de que el silencio de Dios deja al hombre a solas consigo mismo, en la más absoluta desnudez teológica vergonzosa y vergonzante. El recurso a "esconderse" de Dios no dio resultado (Gen 3,8-11). Únicamente sirvió para que el hombre confesase la causa de su soledad. El poeta cantó la soledad de Dios con el alma transida por el dolor y la angustia: "¿Se ha agotado para siempre su amor?. ¿Se acabó la Palabra para todas las edades?" (Sal 77,9). ¿Qué hacer cuando la Palabra se calla?. ¿Qué hacer con aquellos labios que la habÃan pronunciado, con aquel cuerpo en el que se habÃa encarnado?.
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Los relatos sobre la sepultura de Jesús son los más vacÃos e inconsistentes de todo el evangelio. Únicamente comparables a la vaciedad e inconsistencia del sábado santo. Y si bien es cierto que la sepultura es mencionada en las primeras fórmulas que recogen la fe cristiana (1Cor 15,3-5), no lo es menos que ello obedece únicamente a que la sepultura es considerada como el certificado de defunción de Jesús. Un aspecto extraordinariamente importante: debÃa conjurar las teorÃas posteriores sobre una muerte aparente de Jesús y, en referencia a sus contemporáneos, subrayar la muerte real ya que nadie era considerado como verdaderamente muerto hasta que no entraba en el reino de los muertos mediante la sepultura. Ésta fue, en última instancia, la razón del retraso intencionado de Jesús en acudir a Betania cuando las hermanas de Lázaro le pasaron razón de la enfermedad de su amigo. TenÃa que haber sido enterrado para que se pudiese hablar de resurrección.
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La sepultura en sà misma no tiene dimensión salvÃfica alguna y carece de todo poder evocador de esperanza. La muerte de Jesús ocurrió según las Escrituras, es decir, para cumplir el plan salvador de Dios, que estaba fijado desde antiguo. La sepultura de Jesús no ocurrió según las Escrituras; se realizó según la costumbre judÃa de sepultar. Esa es la diferencia esencial entre ambos acontecimientos.
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No existÃa un cementerio común. Los ricos construÃan sus propios sepulcros excavándolos en las rocas. Otros, menos pudientes, aprovechaban las cuevas naturales, como ocurrió en el caso de Lázaro. Los pobres enterraban a sus muertos en la tierra, en alguna finca o propiedad particular y, en todo caso, fuera del ámbito de la vivienda. Los monumentos sepulcrales o panteones constaban de una o varias cámaras o nichos; se cerraban mediante una piedra redonda que se rodaba ante la puerta de entrada para evitar el acceso a animales y ladrones. La ceremonia del enterramiento era privada; se realizaba sin la asistencia de ministros sagrados. No existÃan arcas o cajas fúnebres, ni de piedra ni de madera; el cadáver era envuelto fuertemente en una tela de lino y ungido con especias, aunque sin llegar al embalsamamiento o momificación. Los ajusticiados eran arrojados a una fosa común para ellos. En ella hubiese sido arrojado el cadáver de Jesús de no haber intervenido decisivamente uno de sus amigos pudientes e influyentes, aunque vergonzante en relación con su simpatÃa por Jesús hasta aquel momento. Asà habÃa sido dispuesto ya en el A. Testamento: "Cuando uno que cometió un delito digno de la muerte sea muerto colgado de un madero, su cadáver no quedará en la noche, no dejarás de enterrarlo el dÃa mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios y no has de manchar la tierra que Yahvé, tu Dios, te da en herencia" (Deut 21,23).
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En el episodio de la sepultura de Jesús todos los evangelios mencionan a José de Arimatea. Él evitó la sepultura degradante que le esperaba a Jesús: "Dispuesta estaba entre los impÃos su sepultura, y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber en él maldad ni haber mentira en su boca" (Is 53,9).
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José de Arimatea dejó de ser, en aquel momento, un discÃpulo-seguidor "vergonzante" de Jesús. Salió del escondite de su corazón y se atrevió a pedir el cadáver de Jesús a Pilato. Su osadÃa consistÃa en que se declaraba partidario de Jesús e, implÃcitamente al menos, declaraba culpables a aquellos que le habÃan llevado a la muerte. Todo corrió a su cargo. Y debió hacerlo con la rapidez e incluso precipitación que el caso requerÃa. El cadáver debÃa ser bajado de la cruz antes de que se pusiese el sol, para que no impurificase con su presencia la santidad del sábado. Asà hemos comprobado que estaba dispuesto en el A.T. Además, a la caÃda del sol comenzaba el descanso sabático, que prohibÃa andar más de mil pasos. El procurador romano, una vez informado por el jefe del piquete de ejecución, de la muerte de Jesús accedió a la petición de José de Arimatea. Posteriormente se sumarÃa a él Nicodemo.
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En la sepultura de Jesús no intervino nadie más; aparte, naturalmente, de los criados o personas al servicio de José de Arimatea. Las mujeres galileas que habÃan sido asociadas por Jesús a su movimiento son simples espectadoras y testigos del acontecimiento; no participaron en ninguno de los preparativos necesarios para la sepultura del Maestro. Eso sÃ, conocen el lugar, al que acudirán de madrugada una vez pasado el descanso del sábado.
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Los discÃpulos de Jesús ni siquiera asistieron al entierro de su Maestro. Ni uno sólo. Pudo haberlo presenciado "el discÃpulo al que Jesús tanto querÃa", pero éste no pertenecÃa a los Doce. Me he alegrado muchas veces de ello. Desde su huida ante el arresto de Jesús no volvemos a verlos hasta que se encuentran con el Resucitado o, mejor dicho, hasta que el Resucitado les encuentra. He dicho que me alegro de su ausencia en el entierro de Jesús. Era importante constatar que los discÃpulos no habÃan tenido arte ni parte en este episodio final. Muy pronto circularÃa el rumor de que el cadáver de Jesús habÃa sido robado por sus discÃpulos y después habÃan inventado la resurrección. Nada de eso.Los discÃpulos ni siquiera sabÃan dónde habÃa sido enterrado Jesús. Por tanto, ellos no pudieron robar el cadáver y afirmar posteriormente que habÃa resucitado.
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Felipe F. Ramos
Lectoral